Cuales son los elementos a favor y en contra del discurso una naturaleza distinta en un mundo distinto al nuestro de Gabriel Garcia Marquez
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Respuesta:
La primera vez que oí hablar de los militares fue a una edad muy temprana, cuando mi abuelo me hizo un relato escalofriante de lo que entonces se llamó la matanza de las bananeras. Es decir: la represión a bala de una manifestación de obreros colombianos de la United Fruit Company, arrinconada en la estación del ferrocarril de Ciénaga. Mi abuelo, platero de oficio y liberal de hueso colorado, había merecido su grado de coronel en la Guerra de los Mil Días, en las filas del general Rafael Uribe Uribe, y por esos méritos había asistido a la firma del tratado de Neerlandia, que puso término a medio siglo de guerras civiles formales. Frente a él, al otro lado de la mesa, estaba el mayor de sus hijos, en su condición de parlamentario conservador.
Creo que mi visión del drama de las bananeras contado por él fue la más intensa de mis primeros años, y también la más perdurable. Tanto, que ahora la recuerdo como un tema obsesivo de mi familia y sus amigos a lo largo de mi infancia, que de algún modo condicionó para siempre nuestras vidas. Pero, además, tuvo una enorme trascendencia histórica, porque precipitó el final de más de cuarenta años de hegemonías, y sin duda influyó en la organización posterior de la carrera militar.
Sin embargo, a mí me marcó para siempre por otra razón que ahora viene al caso: fue la primera imagen que tuve de los militares, y habían de pasar muchos años no sólo para que empezara a cambiarla, sino apenas para que empezara a reducirla a sus justas proporciones. En realidad, a pesar de mis esfuerzos conscientes por conjurarla, nunca he tenido la oportunidad de conversar con más de media docena de militares en cincuenta años, y con muy pocos logré ser espontáneo y desprevenido. La impresión de incertidumbres recíprocas entorpeció siempre nuestros encuentros, nunca pude superar la idea de que las palabras no significaban lo mismo para ellos que para mí, y que a fin de cuentas no teníamos nada de qué hablar.
No se crean que fui indiferente a ese problema. Al contrario: es una de mis grandes frustraciones. Siempre me pregunté dónde estaba la falla, si en los militares o en mí, y cómo sería posible derribar aquel baluarte de incomunicación. No sería fácil. En los dos primeros años de Derecho de la Universidad Nacional –cuando yo tenía diecinueve– fueron mis condiscípulos dos tenientes del Ejército. (Y bien quisiera que fueran algunos de ustedes.) Llegaban con sus uniformes idénticos, impecables, siempre juntos y puntuales. Se sentaban aparte, y eran los alumnos más serios y metódicos, pero siempre me pareció que estaban en un mundo distinto del nuestro. Si uno les dirigía la palabra, eran atentos y amables; pero de un formalismo invencible: no decían más de lo que se les preguntaba. En tiempos de exámenes, los civiles nos dividíamos en grupos de cuatro para estudiar en los cafés, nos encontrábamos en los bailes de los sábados, en las pedreas estudiantiles, en las cantinas mansas y los burdeles lúgubres de la época, pero nunca nos encontramos ni por casualidad con nuestros compañeros militares.
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