¿Cuáles fueron las ventajas de crear intendencias en Nueva España?
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ESTEBAN GRECIET Muchos somos los que, como un coro de plañideras, lamentamos la crisis económica y presagiamos sus peores consecuencias. No obstante, el mayor mal que nos conturba para hallar la solución en plazo razonable lo constituye la panda misma que ocupa el poder. Desfavorable circunstancia que a quienes así pensamos no nos releva de afrontar la situación desde la sociedad de que formamos parte.
Hecha esta salvedad «estructural», tengo por cierto que no todo es malo en una situación de crisis. La palabra «crisis» vale por mutación, cambio, perplejidad ante una encrucijada del camino que demanda un juicio crítico y una consecuente toma de decisiones. No entro en si estamos en recesión (palabra que para los economistas equivale a retroceso), porque complicaría mi argumentación, aunque fuera para llegar al mismo resultado.
A lo largo del tiempo algunos supervivientes de hoy hemos vivido etapas sin duda mucho peores. Por ejemplo, en nuestra infancia de la posguerra no se podría decir en puridad que estábamos en crisis, ni en recesión, ni siquiera en un imposible retroceso. No solamente habíamos tocado fondo, sino que deambulábamos por él sin saber dónde estaba la superficie. Pero, como desconocíamos otra cosa, no estábamos traumatizados en absoluto. Eso creo yo. Los mayores nos dieron ejemplo de coraje para salir a flote.
No, no nos sentíamos desdichados, la verdad, a pesar de la ausencia de las comodidades que venturosamente traerían las décadas siguientes. Jugábamos en la calle de una ciudad en ruinas, éramos felices a nuestra manera, nos esforzábamos en estudiar y echar una mano en casa sin protestar contra el destino por los alimentos racionados, el pan negro, la falta de calefacción en casa y en la escuela, y hasta los sabañones consecuentes.
Y aquí llega mi primera reflexión sobre la situación actual. Aparte de la tragedia del desempleo galopante, cuya desmesura española y efectos dramáticos hay que cargar en la cuenta de los políticos, la crisis tendrá, sin duda, unos efectos secundarios en buena parte saludables. ¿Por qué?
Durante medio siglo vivíamos en el mejor de los mundos posibles: despensa y escuela (como mucho antes reclamaba el regeneracionista Joaquín Costa), vivienda, Seguridad Social y sanidad para todos y en cualquier circunstancia, comodidades en casa, nuevas tecnologías, coche, viajes, vacaciones? Y a nuestros hijos y nietos, que no les falte de nada. De todo esto hay que felicitarse, pero no tanto de las consecuencias que ha tenido.
Sé que simplifico a base de modelos para concluir que tantas facilidades nos han ablandado, es humano. Nos han hecho creer que todo eso y más se nos debe de justicia, los chavales estaban empachados de caprichos, el esfuerzo tenía mala prensa y los criterios éticos que regían la conciencia comenzaron a resquebrajarse. Encima, la prosperidad ha supuesto un «efecto llamada» para los verdaderos «parias del mundo» (y, obviamente, no estoy hablando del incombustible Fernández Villa, ni de Leire Pajín, «la bien pagá», entusiastas y respetables intérpretes de la «Internacional» puño en alto).
Yo no creo en el rousseauniano buen salvaje ni en la perversión social. Sí en que el mal es expansivo y contagioso, pero igualmente en que el bien lo es mucho más. Los problemas vienen a ponernos a prueba. Hasta ahora lo que se ha demostrado es la desastrosa gestión de la crisis por parte del Gobierno y de los gobiernillos regionales, con frecuencia preocupados de asegurarse el poder y del despilfarro de los dineros de todos.
Quedan la sociedad y sus instituciones intermedias, muchas de las cuales están reaccionando ante lo inevitable para recuperar la iniciativa. Resurgen en determinadas áreas la preocupación social y la puesta en marcha de acciones asistenciales en favor de los más afectados por la situación.
Los ejemplos están a la vista sin necesidad de mencionar nombres y obras. La austeridad familiar y la recuperación de valores empiezan a hacerse patentes, así como la «contestación» frente a las políticas destructivas (quebrantamiento de la unidad de España, agresión a la vida naciente, ataques a la religión, demonización del empresariado?).
Como decía Joaquín Garrigues, la situación es desesperada, pero no grave. De momento, ha servido para poner a prueba las intenciones y la capacidad de gestión del Gobierno nacional, un depurativo que pondrá a cada cual en su lugar. La sociedad, aunque sea poco a poco, ha de reaccionar contra este estado de cosas que nos ha situado a la cola del mundo occidental.
Es preciso tomar conciencia de que vivimos en un tiempo inseguro y en un planeta con problemas y recursos limitados, que existe el prójimo y que la vida que merece ser vivida es algo con mayor sentido que una placentera sucesión de lujos.
Hecha esta salvedad «estructural», tengo por cierto que no todo es malo en una situación de crisis. La palabra «crisis» vale por mutación, cambio, perplejidad ante una encrucijada del camino que demanda un juicio crítico y una consecuente toma de decisiones. No entro en si estamos en recesión (palabra que para los economistas equivale a retroceso), porque complicaría mi argumentación, aunque fuera para llegar al mismo resultado.
A lo largo del tiempo algunos supervivientes de hoy hemos vivido etapas sin duda mucho peores. Por ejemplo, en nuestra infancia de la posguerra no se podría decir en puridad que estábamos en crisis, ni en recesión, ni siquiera en un imposible retroceso. No solamente habíamos tocado fondo, sino que deambulábamos por él sin saber dónde estaba la superficie. Pero, como desconocíamos otra cosa, no estábamos traumatizados en absoluto. Eso creo yo. Los mayores nos dieron ejemplo de coraje para salir a flote.
No, no nos sentíamos desdichados, la verdad, a pesar de la ausencia de las comodidades que venturosamente traerían las décadas siguientes. Jugábamos en la calle de una ciudad en ruinas, éramos felices a nuestra manera, nos esforzábamos en estudiar y echar una mano en casa sin protestar contra el destino por los alimentos racionados, el pan negro, la falta de calefacción en casa y en la escuela, y hasta los sabañones consecuentes.
Y aquí llega mi primera reflexión sobre la situación actual. Aparte de la tragedia del desempleo galopante, cuya desmesura española y efectos dramáticos hay que cargar en la cuenta de los políticos, la crisis tendrá, sin duda, unos efectos secundarios en buena parte saludables. ¿Por qué?
Durante medio siglo vivíamos en el mejor de los mundos posibles: despensa y escuela (como mucho antes reclamaba el regeneracionista Joaquín Costa), vivienda, Seguridad Social y sanidad para todos y en cualquier circunstancia, comodidades en casa, nuevas tecnologías, coche, viajes, vacaciones? Y a nuestros hijos y nietos, que no les falte de nada. De todo esto hay que felicitarse, pero no tanto de las consecuencias que ha tenido.
Sé que simplifico a base de modelos para concluir que tantas facilidades nos han ablandado, es humano. Nos han hecho creer que todo eso y más se nos debe de justicia, los chavales estaban empachados de caprichos, el esfuerzo tenía mala prensa y los criterios éticos que regían la conciencia comenzaron a resquebrajarse. Encima, la prosperidad ha supuesto un «efecto llamada» para los verdaderos «parias del mundo» (y, obviamente, no estoy hablando del incombustible Fernández Villa, ni de Leire Pajín, «la bien pagá», entusiastas y respetables intérpretes de la «Internacional» puño en alto).
Yo no creo en el rousseauniano buen salvaje ni en la perversión social. Sí en que el mal es expansivo y contagioso, pero igualmente en que el bien lo es mucho más. Los problemas vienen a ponernos a prueba. Hasta ahora lo que se ha demostrado es la desastrosa gestión de la crisis por parte del Gobierno y de los gobiernillos regionales, con frecuencia preocupados de asegurarse el poder y del despilfarro de los dineros de todos.
Quedan la sociedad y sus instituciones intermedias, muchas de las cuales están reaccionando ante lo inevitable para recuperar la iniciativa. Resurgen en determinadas áreas la preocupación social y la puesta en marcha de acciones asistenciales en favor de los más afectados por la situación.
Los ejemplos están a la vista sin necesidad de mencionar nombres y obras. La austeridad familiar y la recuperación de valores empiezan a hacerse patentes, así como la «contestación» frente a las políticas destructivas (quebrantamiento de la unidad de España, agresión a la vida naciente, ataques a la religión, demonización del empresariado?).
Como decía Joaquín Garrigues, la situación es desesperada, pero no grave. De momento, ha servido para poner a prueba las intenciones y la capacidad de gestión del Gobierno nacional, un depurativo que pondrá a cada cual en su lugar. La sociedad, aunque sea poco a poco, ha de reaccionar contra este estado de cosas que nos ha situado a la cola del mundo occidental.
Es preciso tomar conciencia de que vivimos en un tiempo inseguro y en un planeta con problemas y recursos limitados, que existe el prójimo y que la vida que merece ser vivida es algo con mayor sentido que una placentera sucesión de lujos.
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