¿Cuál es la dificultad al intentar definir el concepto de ser humano?
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Hace unas semanas, EL PAÍS nos daba cuenta de un artículo del biólogo molecular Daniel E. Koshland en donde el ex director de la revista Science proponía siete características (el las llamaba los pilares de la vida) como imprescindibles en los seres vivos para ser considerados como tales: programa, improvisación, límites, energía, regeneración, aprendizaje y aislamiento. La mayoría de estas características se manifiestan en el individuo, pero otras solamente son perceptibles a lo largo de generaciones, como la llamada improvisación, que en definitiva se concreta en la capacidad de modificar el programa contenido en los ácidos nucleicos adaptándose a los cambios del entorno mediante la mutación y selección.
Ochoa ya había apuntado que quizá fuese la herencia, con sus modificaciones accidentales, la propiedad más característica de los seres vivientes; pero si es cierto que la capacidad de evolución pertenece a la misma esencia de la vida, resultaría que es prácticamente imposible definir un ser vivo de forma individual, ya que de hecho un organismo nunca puede expresar en sí mismo esa capacidad. Una vez más, nos encontramos con la dificultad que encierra el formular una buena definición, problema para el que estamos sobrados de ilustraciones.
El recopilador Diógenes Laercio, en sus amplias Vidas de los filósofos, cuenta que Diógenes el cínico, enterado de que Platón había definido al hombre como 'animal bípedo sin plumas', un día tuvo la potente idea de desplumar un gallo y dejarlo a las puertas de la Academia, exclamando: 'Esto es un hombre, según Platón'. Parece ser que a consecuencia de ello luego a la definición académica le añadieron: '... con uñas anchas y planas'.
Evidentemente, el sentido crítico ayuda a definir, pero tras la anécdota intuimos de nuevo la importancia de establecer una buena definición. Sobre todo, una definición operacional, que parta de las propiedades observables del objeto. Pero estamos poco ejercitados para ello. A los alumnos no se les enseña a definir, sino a repetir definiciones. Sobre todo de las conceptuales, basadas en una teoría o modelo, que son definiciones que podríamos llamar de autor como la joseantoniana unidad de destino en lo universal o la euclidiana y axiomática distancia más corta entre dos puntos, por citar dos de las muchas que memorizó uno de niño, o bien otras que son recuerdo de la adolescencia, como la tomista persona est rationalis naturae individua substantia. Son definiciones que parecen eficaces: el problema de definir la vida se resuelve de un plumazo si nos inventamos un alma que aliente a cada organismo. En la ciencia hay muchas definiciones de autor. Por ejemplo, la asignatura de química nos enseñó lo que es un ácido según la teoría de Svante Arrhenius, siguiendo las ideas de Johannes Brönsted, o de acuerdo con Gilbert Lewis. Los alumnos suelen aprenderse esas definiciones, y las repiten en exámenes.