cual es el tema, entrada, cuerpo y conclusión de los macondos
El Macondo verdadero, enterrado allí en
el jardín de Vera de Tcherassi, engendra
tanta magia como el pueblo que germinó
en la imaginación de Gabriel García
Márquez. Ahora lo balancea la brisa de un
viernes barranquillero; es flaco y
despeinado. Pasarán los años, engordará
y se alzará más de 50 metros hacia el cielo;
se le oirá hablar de vez en cuando, y sus
flores serán faroles que saldrán a volar
una noche de cada abril. Sí, como las
mariposas amarillas que llenan el
firmamento del Macondo soñado.
El rescate de este árbol es una historia real, aunque bañada de fantasía y situaciones que parecen extraídas de
una obra del Nobel de Literatura. El que se ve como una escoba intimidada, entre laureles y almendros en el
jardín de Vera, tiene 3 años. Es el primogénito de un coloso de 11 adoptado por ella; el último de su especie que
quedaba sembrado en la Costa Caribe; un niño para los 700 años que vive si se salva del machete.
La mujer encontró al árbol en 2007, en una finca del Atlántico. Supo que estaba en peligro de extinción, y empezó
a recoger semillas para cambiar ese destino. Hoy el ‘pelao’ Macondo es padre de una descendencia de más de
800 troncos que se robustecen día a día.
Vera había iniciado su búsqueda de macondos arbóreos en octubre de 2006. Leyó sobre ellos cuando estudiaba
las decoraciones de las casas García Marquianas y documentos históricos para la adecuación del hotel que
inauguraría en Cartagena su hija, la diseñadora barranquillera Silvia Tcherassi.
Siempre había creído que Macondo era un pueblo nunca existido, que se convirtió en un “estado de ánimo que
le permite a uno ver lo que quiere y verlo como quiere”, en palabras de Gabo. Pero descubrió que Alexander Von
Humboldt lo había identificado en sus exploraciones botánicas de 1800, por encima de los bosques situados
detrás de volcancillos de lodos en Turbaco, Bolívar.
“Sus flores parecían linternas suspendidas en el aire al anochecer”, fue la frase que nunca se le olvidó. La movió
a investigarlo todo sobre la especie, y preguntar a todos sus conocidos y desconocidos, autoridades, biólogos, si
sabían del paradero de alguno. Transcurrió un año, y conoció a un campesino atlanticense que le mostró fotos
que comprobaban las ensoñadoras descripciones, y además le contó cosas más impresionantes de lo que
imaginaba.
Cada abril el macondo se quita su ropa de hojas verdes, para vestirse enteramente de flores doradas. Están
formadas por cuatro aspas. Le sirven para surcar el viento y trasladar sus semillas a tierras lejanas, más allá de
las copas de los otros árboles que le llegan, digamos, a la cintura. El campesino dice que algunas flotan hasta
hora y media. Son traslúcidas, lo que explica que se vean como luciérnagas superdesarrolladas en el cielo
nocturno.
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La madera del tronco es porosa. Almacena los ruidos circundantes, y en algunas noches los expele, en una
mezcolanza que cualquier desprevenido podría interpretar como lamentos en una lengua ancestral.
Con una caja de flores secas, y dos retoños de macondos en platos de papel aluminio, Vera imagina un macondo
gigantesco en cada capital de la Costa. Mejor un bosque de macondos rodeando un edificio cultural, con vista al
río y el mar. Lo imagina lanzando música durante todo el día, y que cualquiera pudiera recorrer el bosque y
escuchar la melodía reinterpretada por los troncos. Imagina una nube de flores revoloteando, cubriendo el cielo
en un abril inolvidable.
Sus proyectos son factibles, maravillas a concretar, no cuentos ni ‘realismo mágico’. Macondo vive. No solo en el
mundo de las letras cada vez que alguien lee a Gabo. Vive en este mundo, y es un árbol. Hoy sus características
pueden hacer recordar más bien películas como Avatar, de James Cameron. Esa cinta animada que desató el
furor por el cine 3D, que trata sobre extraterrestres azules y un planeta vivo en riesgo de morir por una invasión
de humanos.
El rescate del Macondo árbol es una realidad que supera cualquier ficción, hollywodense o caribeña. Por ser real,
las sierras y hachas casi lo confinan a un recuerdo perdido entre bibliotecas. Pero lo salvaron; le dieron otra
oportunidad para demostrar esa magia de la que es dueño. La de ser natural.
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
el tema es :El Macondo verdadero
el cuerpo es :enterrado allí en
el jardín de Vera de Tcherassi, engendra
tanta magia como el pueblo que germinó
en la imaginación de Gabriel García
Márquez. Ahora lo balancea la brisa de un
viernes barranquillero; es flaco y
despeinado. Pasarán los años, engordará
y se alzará más de 50 metros hacia el cielo;
se le oirá hablar de vez en cuando, y sus
flores serán faroles que saldrán a volar
una noche de cada abril. Sí, como las
mariposas amarillas que llenan el
firmamento del Macondo soñado.
El rescate de este árbol es una historia real, aunque bañada de fantasía y situaciones que parecen extraídas de
una obra del Nobel de Literatura. El que se ve como una escoba intimidada, entre laureles y almendros en el
jardín de Vera, tiene 3 años. Es el primogénito de un coloso de 11 adoptado por ella; el último de su especie que
quedaba sembrado en la Costa Caribe; un niño para los 700 años que vive si se salva del machete.
La mujer encontró al árbol en 2007, en una finca del Atlántico. Supo que estaba en peligro de extinción, y empezó
a recoger semillas para cambiar ese destino. Hoy el ‘pelao’ Macondo es padre de una descendencia de más de
800 troncos que se robustecen día a día.
Vera había iniciado su búsqueda de macondos arbóreos en octubre de 2006. Leyó sobre ellos cuando estudiaba
las decoraciones de las casas García Marquianas y documentos históricos para la adecuación del hotel que
inauguraría en Cartagena su hija, la diseñadora barranquillera Silvia Tcherassi.
Siempre había creído que Macondo era un pueblo nunca existido, que se convirtió en un “estado de ánimo que
le permite a uno ver lo que quiere y verlo como quiere”, en palabras de Gabo. Pero descubrió que Alexander Von
Humboldt lo había identificado en sus exploraciones botánicas de 1800, por encima de los bosques situados
detrás de volcancillos de lodos en Turbaco, Bolívar.
“Sus flores parecían linternas suspendidas en el aire al anochecer”, fue la frase que nunca se le olvidó. La movió
a investigarlo todo sobre la especie, y preguntar a todos sus conocidos y desconocidos, autoridades, biólogos, si
sabían del paradero de alguno. Transcurrió un año, y conoció a un campesino atlanticense que le mostró fotos
que comprobaban las ensoñadoras descripciones, y además le contó cosas más impresionantes de lo que
imaginaba.
Cada abril el macondo se quita su ropa de hojas verdes, para vestirse enteramente de flores doradas. Están
formadas por cuatro aspas. Le sirven para surcar el viento y trasladar sus semillas a tierras lejanas, más allá de
las copas de los otros árboles que le llegan, digamos, a la cintura. El campesino dice que algunas flotan hasta
hora y media. Son traslúcidas, lo que explica que se vean como luciérnagas superdesarrolladas en el cielo
nocturno.
23
La madera del tronco es porosa. Almacena los ruidos circundantes, y en algunas noches los expele, en una
mezcolanza que cualquier desprevenido podría interpretar como lamentos en una lengua ancestral.
Con una caja de flores secas, y dos retoños de macondos en platos de papel aluminio, Vera imagina un macondo
gigantesco en cada capital de la Costa. Mejor un bosque de macondos rodeando un edificio cultural, con vista al
río y el mar. Lo imagina lanzando música durante todo el día, y que cualquiera pudiera recorrer el bosque y
escuchar la melodía reinterpretada por los troncos. Imagina una nube de flores revoloteando, cubriendo el cielo
en un abril inolvidable.
Sus proyectos son factibles, maravillas a concretar, no cuentos ni ‘realismo mágico’. Macondo vive. No solo en el
mundo de las letras cada vez que alguien lee a Gabo. Vive en este mundo, y es un árbol. Hoy sus características
pueden hacer recordar más bien películas como Avatar, de James Cameron. Esa cinta animada que desató el
furor por el cine 3D, que trata sobre extraterrestres azules y un planeta vivo en riesgo de morir por una invasión
de humanos.
la conclusión es:El rescate del Macondo árbol es una realidad que supera cualquier ficción, hollywodense o caribeña. Por ser real,
las sierras y hachas casi lo confinan a un recuerdo perdido entre bibliotecas. Pero lo salvaron; le dieron otra
oportunidad para demostrar esa magia de la que es dueño. La de ser natural.