cual es el movil del crimen del envenenador de Sir williams
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
CUENTO POLICIAL
El Envenenador de Sir William (Anthony Berkeley)
Roger Sheringham pensaba, después, que el crimen de los bombones envenenados, como lo llamaron los diarios, era, de todos los asesinatos que conocía, el planeado con más perfección. El 15 de noviembre, a las diez y media de la mañana, según su invariable costumbre, Sir William Anstruther entró en su club, el muy exclusivo Club Arco Iris, y pidió su correspondencia. El portero le entregó tres cartas y un paquete chico. Sir William se acercó a la chimenea encendida en el gran salón para abrirlos.
Pocos minutos después, otro miembro llegó al club, un señor Graham Beresford, que también recogió una carta y un par de circulares, y se acercó a la chimenea, saludando con la cabeza a Sir William, pero sin hablarle. Los dos hombres se conocían apenas, y quizá nunca llegaron a cambiar, en total, una docena de palabras.
Después de dar una ojeada a sus cartas, Sir William abrió el paquete, y lanzó un fuerte gruñido de disgusto. Beresford lo miró, y con otro gruñido Sir William le tendió bruscamente una carta que había sido incluida en el paquete.
Disimulando una sonrisa (pues los modos de Sir William eran tema de bromas para sus consocios), Beresford leyó la carta. Provenía de una gran firma de fabricantes de chocolate, Mason e Hijos, y explicaba que querían lanzar al mercado una nueva marca de bombones de licor, destinados especialmente al gusto masculino. ¿Querría Sir William hacerles el honor de aceptar esa caja de un kilo y comunicar a la firma su sincera opinión sobre esos bombones?
—¿Me toman por una corista? —dijo, humeando de rabia, Sir William—. ¡Testimonios sobre sus chocolates! ¡Esto es intolerable!
—Bueno, a mí tampoco me alegra —lo consoló Beresford—. Me recuerda algo. Mi mujer y yo estuvimos en un palco en el Imperial, anoche. Hacia el final del segundo acto le aposté una caja de bombones, contra cien cigarrillos, que no acertaría con el culpable. Y ganó. Tengo que acordarme de comprarlos. ¿La vio usted: La calavera crujiente? No es mala pieza.
Sir William no la había visto, y lo declaró con fuerza.
—¿Necesita una caja de bombones? —añadió, más suave—. Bueno, tome esta caja. Yo no la quiero.
Cortés, Beresford vaciló por un momento; luego, desgraciadamente para él, aceptó. El dinero que ahorraba así no significaba nada, pues era un hombre rico, pero valía la pena ahorrarse una molestia.
Por una verdadera casualidad, ni la envoltura de la caja ni el rótulo se quemaron; los dos hombres habían arrojado a las llamas los sobres de sus cartas. Sir William había hecho un lío con el hilo, la envoltura y la carta, y lo había entregado, distraídamente, a Beresford, que dejó caer todo dentro del guardafuego. El portero recogió más tarde este lío y, como era un hombre ordenado, lo metió en el canasto de papeles; ahí lo encontró la policía.
De los tres inconscientes protagonistas de la tragedia, Sir William era, sin duda, el más notable. A los cincuenta años, con su llameante cara roja y su figura altiva, era un típico señor rural de la vieja escuela, y tanto sus modales como su lenguaje concordaban con la tradición. Respecto a las mujeres su actitud concordaba también con la tradición de los buenos y audaces aristócratas.
En contraposición con él, Beresford era, en cambio, un hombre común: alto, moreno, no feo, de treinta y dos años, quieto y reservado. Su padre le dejó una buena posición, pero, como el ocio no lo seducía, se dedicaba a los negocios.
El dinero atrae al dinero. Graham Beresford lo heredó, lo produjo y hasta se casó con él: se casó con la hija de un difunto armador de Liverpool, que tenía no menos de medio millón de libras.
Pero el dinero era un incidente, pues Beresford estaba enamorado y se hubiera casado (decían sus amigos) aunque ella no hubiera tenido un cobre. Era una niña alta, de mentalidad seria, muy cultivada, no tan joven como para carecer de carácter, pues tres años antes, cuando se casó, ya había cumplido los veinticinco años. En fin, era la esposa ideal.
Tal vez fuera un poco puritana, pero Beresford, después de su alegre juventud, estaba dispuesto a ser él también un puritano. Para decirlo de una vez, los Beresford habían realizado esa octava maravilla del mundo moderno: un matrimonio feliz. Y entonces cayó, con inexorable tragedia, la caja de los bombones.