cual era la inlfuencia religiosa en el siglo XIX
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A raíz del movimiento de las Luces y de la Revolución francesa, cambian las perspectivas. Primero, la religión, como cuerpo de creencias, como ideología, está sometida a crítica por parte de la filosofía y de la ciencia. El racionalismo pretende ser la respuesta más apropiada a las interrogantes del hombre. El materialismo se impone como el método científico por antonomasia, si entendemos el materialismo tal como lo definía Auguste Comte: la explicación de lo superior por lo inferior. La libertad de conciencia no vale en astronomía, decía el mismo Comte. La filosofía y sobre todo la ciencia procuran, no sólo emanciparse de la tutela de la religión, sino sustituir a la religión. El ejemplo más significativo lo ofrece la obra de Comte, fundador del positivismo: Comte estaba convencido de que no podía existir una sociedad sin un sistema de opiniones, es decir de valores comunes a esta sociedad, y llegó a la conclusión de que la ciencia ocuparía desde entonces el puesto que antes había tenido la religión. Se llega así a la idea de que la religión es, o bien una mentira forjada por el despotismo, como decían los ateos del siglo XVIII, o bien una ilusión, unas supersticiones, fruto de la ignorancia y condenadas a desaparecer conforme iría progresando el conocimiento científico. Ciencia y religión entran en conflicto. La ciencia racionalista excluye lo que es trascendente y sobrenatural. La polémica alcanza al gran público con el éxito de algunos libros, por ejemplo el de Renan, Vida de Jesús, o las obras de Darwin1.
7Marx y Engels introducen otra tesis: la religión sería a la vez el reflejo de la miseria real y una protesta contra esta miseria, una especie de compensación dada a los pobres para que se resignen a soportar con paciencia su condición actual a la espera de un mundo mejor en la otra vida. Es lo que viene resumido en la fórmula conocida: la religión es el opio del pueblo, es decir un estupefaciente que permite al pueblo soportar su miseria en vez de rebelarse contra ella. Marx se limita a constatar lo que ocurría en la realidad. En 1850, los conservadores franceses se muestran dispuestos a aceptar que, en los colegios de segunda enseñanza y en las universidades, se expongan con toda libertad los principios modernos, ya que estos colegios y estas universidades están reservados a las clases medias y que éstas tienen derecho a discutir libremente de cuestiones filosóficas. En cambio, los mismos conservadores opinan que las escuelas de primeras letras deben quedar estrechamente controladas por el clero. Uno de aquellos conservadores, Thiers, explica por qué: las masas necesitan que se les inculque lo que deben pensar; su sola filosofía debe ser la fe religiosa; dejar a la Iglesia el control de las escuelas es una cuestión de orden social. En 1893, el socialista Jaurés explicaba a los republicanos burgueses, muchos de ellos volterianos, asustados por la violencia de las reivindicaciones obreras, que la cosa no tenía por qué extrañarles:
Vous avez interrompu la vieille chanson qui berçait la misere humaine, et la misere humaine s'est réveillée avec des cris.
8Otro cambio fundamental surge con las críticas a la Iglesia como institución, primero porque formaba parte integrante del Antiguo Régimen, luego porque el Estado procura reducir su influencia en la sociedad. Esta tendencia se acentúa en el siglo XIX, pero en rigor viene de lejos. Es evidente en las naciones protestantes: el príncipe decide la creencia religiosa que deben profesar los súbditos. Una evolución semejante se produce en las naciones católicas, con las tendencias llamadas regalistas: los reyes se resisten a admitir la intromisión del Papa en sus territorios. En Francia, la Constitución Civil del Clero (1790) lleva al extremo las tendencias galicanas: lo que se pretende entonces es constituir una Iglesia nacional, desligada de Roma y más o menos sometida al Estado. Las cosas acaban arreglándose. Después de 1815, los gobiernos, en su mayoría reaccionarios o conservadores, comprenden que necesitan la religión para mantener el orden tradicional. Ello provoca reacciones en algunos medios católicos preocupados ante la sumisión de la iglesia al Estado. Estos medios quieren preservar la libertad de la Iglesia y acuden al Papa como suprema garantía. Pensemos en La Mennais, a principios del siglo: sin papa no hay IgleIglesia; sin Iglesia no hay cristianismo y sin cristianismo no hay religión ni sociesociedad; todo depende pues de la autoridad del Papa, Es lo que resume la frase famosa de Montalembert, uno de los máximos representantes del catolicismo liberal francés: «La Iglesia libre en un Estado libre». Frente al galicanismo tradicional empieza a cundir el ultramontanismo, sobre todo en el bajo clero que procura sacudir el absolutismo de los obispos galicanos.
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