¿cuál era el pensamiento social de José de San Martín?
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Sin dudas, prefería el terreno militar; no en vano esa imagen de guerrero profesional, caballo y sable incluidos, marcó a fuego su protagonismo en la primera hora americana. No obstante, ese perfil reduccionista de San Martín, que lo pinta como un hombre de acción, sin ideología, no es tal. A lo largo de su vida, siguió con atención los acontecimientos políticos globales y locales y en más de una oportunidad expresó su opinión sin reparar en costos ni consecuencias.
Es cierto que tuvo escasas ocasiones de llevar sus ideas a la práctica, salvo cuando gobernó Cuyo y, más tarde, Perú, aunque en ambos casos lo hizo apremiado por una guerra inconclusa que le demandó los mayores esfuerzos en desmedro de la gestión gubernativa.
San Martín no dejó memorias escritas, pero afortunadamente existen cartas y testimonios que permiten atisbar su pensamiento político. En todos los casos, asoma una personalidad que antepone el bien común a las ambiciones personales, la repugnancia a toda clase de sojuzgamiento humano y una apuesta superior a la unión nacional.
Revolución e independencia
San Martín abjuraba del absolutismo y el derecho divino de los soberanos y, en cambio, compartía el ideario de la Ilustración basado en la libertad e igualdad de las personas. De ello deriva su adhesión a la Revolución de Mayo y su decisión de sumarse a la causa patriota.
Claro que en el complejo contexto de la época las ideas debían abrirse paso en el intrincado terreno de la política mezclada con la guerra. La Logia a la que pertenecía –de inspiración liberal– propugnaba avanzar hacia un diseño más cercano a una monarquía constitucional atenuada que al republicanismo norteamericano.
En esa línea, San Martín apoyó la iniciativa que Manuel Belgrano expuso en el Congreso de Tucumán de restaurar la dinastía incaica, mientras que Bernardino Rivadavia seguía buscando en Europa un noble de sangre azul dispuesto a reinar en el Plata, una alternativa que el mismo San Martín exploró más tarde en Perú. Así consta en una de sus cartas a Bernardo O’Higgins: “Creo estará V. convencido de la imposibilidad de erigir estos países en repúblicas”.
Esa misma postura aparece en una de las cartas que envió a Tomás Godoy Cruz, diputado por Mendoza en el Congreso de Tucumán, para que apurasen la declaración de la independencia: “¿Podremos constituirnos República sin una oposición formal de Brasil (pues a la verdad no es muy buena vecina para un país monárquico), sin artes, ciencias, agricultura, población, y con una extensión de tierra que con más propiedad puede llamarse desierto?”, se preguntaba.
En otra carta, descubre otros temores ante el diputado mendocino: “¡Me muero cada vez que oigo hablar de Federación!”, y agrega: “Si con todas las provincias y sus recursos somos débiles, qué nos sucederá aislada cada una de ellas”.
Visión americanista
Su concepción de la empresa independentista era continental. Creía fervientemente en la construcción de una patria grande; no entendía la libertad de los pueblos ni la solidez de los gobiernos sino como un fenómeno a escala sudamericana. Eso, para la época, era progresismo puro.
Esa visión lo colocó ante la mayor encrucijada de su vida, cuando debió resolver entre acatar los dictados de la Logia y obedecer las órdenes del gobierno de Buenos Aires, que lo instaban a regresar junto con el Ejército de los Andes, o seguir adelante con su estrategia continental, una decisión que le acarreó duras críticas y difamaciones.
En Perú, en 1822, lo puso en palabras: “Tiempo ha que no me pertenezco a mí mismo sino a la causa del continente americano”. Ese pensamiento americanista no era muy diferente del de Simón Bolívar. Ellos no se entendieron por otras razones, pero no por disentir en cuanto a que las nuevas naciones sólo subsistirían en la medida en que fueran capaces de integrar una gran comunidad americana.
Sin poder concluir la guerra –su máxima obsesión–, se retiró de la vida pública y partió al exilio.
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