Crónica de la medicina natural
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Los temas relacionados con la medicina han sido motivo de inspiración para muchos escritores consagrados, sin que hubieran pertenecido a la cofradía médica. De seguro, buceando en el trasfondo de sus vidas se hallarán razones que expliquen esa afinidad.En el caso de nuestro nobel Gabriel García Márquez, la temática médica circula en casi todas sus obras, en algunas de manera abundante, como en Cien años de soledad y en El amor en los tiempos del cólera. El hecho de que su producción literaria sea tan rica en asuntos médicos permite suponer que en el subconsciente de Gabo pudo haber un médico frustrado. De otra manera no se explican su inclinación por el tema y la propiedad con que campea en los dominios galénicos. Difícil aceptar que se trate de simple coincidencia.En la vida real, Gabo se familiarizó desde niño con el quehacer médico, como que su padre incursionó en estas disciplinas. Gabriel Eligio García –que así se llamaba– trocó en Aracataca el oficio de telegrafista por el de médico empírico. Dasso Saldívar –buen biógrafo de Gabo– en El viaje a la semilla refiere que alguna vez había adelantado estudios desordenados de homeopatía y farmacia en la Universidad de Cartagena. Para mayor información registra que alcanzó prestigio a raíz de una epidemia de disentería, declarada en 1925. En Vivir para contarla, el escritor pone en boca de su madre que, antes de contraer matrimonio, quien iría a ser su padre había interrumpido los estudios de medicina y farmacia por falta de recursos.A finales de 1934, don Gabriel Eligio montó una farmacia y ejercía la medicina. A más de ser buen lector de revistas y manuales médicos, tenía ínfulas de investigador. Inventó y patentó un “regulador menstrual” denominado comercialmente “GG” (Gabriel García), que se anunciaba igual de bondadoso a los que ofrecía la industria farmacéutica extranjera. Quizás fue por eso que la Junta de Títulos Médicos del Departamento del Atlántico le concedió licencia para ejercer la medicina homeopática en su comarca.Pero su jurisdicción profesional iría más allá. Habiendo incrementado sus conocimientos y comprobado su idoneidad en la materia, en 1938 el Ministerio de Educación le revalidó la licencia de médico homeópata, esta vez con alcance nacional, advirtiéndole, eso sí, que no podía tomar parte en operaciones quirúrgicas ni tampoco en ninguna otra actividad propia del ejercicio alopático.Sin duda, la actividad médica de su progenitor, así fuera limitada, no podía pasar inadvertida para Gabo; debió dejar huella en su recuerdo, reforzada con la relación cercana que su familia tenía con el médico venezolano Alfredo Barboza, quien se había afincado en Aracataca desde tiempo atrás y también era dueño de una botica. Tenía fama por su acertado “ojo clínico” y por sus buenas maneras. Cuando Gabo tenía 5 o 6 años, le causaban temor paralizante su figura escuálida y “sus ojos amarillos como de perro del infierno”, pero sobre todo porque en una ocasión lo sorprendió robándose los mangos del solar de su casa.En épocas pretéritas era costumbre que los padres aspiraran a que sus hijos fueran profesionales, ojalá en carreras similares a las suyas. Según Saldívar, a lo que aspiraba don Gabriel Eligio era a que Gabo fuera farmacéutico, para que más tarde lo remplazara en la botica. Sin embargo, en su autobiografía el escritor recuerda que para sus padres él era el orgullo de la familia, y su mayor anhelo consistía en que fuera el médico eminente que su padre no pudo ser por incapacidad económica.o