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Viaje a la luna
Fue un viaje temerario a otro mundo. Un salto al vacío en un territorio extraterrestre sin
atmósfera. Una locura quijotesca a 400.000 kilómetros de distancia. No había precedentes. Ni
manera de predecir lo que iba a ocurrir cuando la nave alunizara. Y no había margen para el error.
El 16 de julio de 1969, los tripulantes del Apolo 11 sólo sabían con certeza a dónde pretendían
llegar, pero tenían muchísimos motivos para preguntarse si volverían a pisar su propio planeta.
Kennedy ya lo había dejado claro en 1962, cuando proclamó aquello de que América quería ir a la
Luna, «no porque es fácil, sino porque es difícil», y bautizó al desafío como «la aventura más
grande y peligrosa en la que jamás se ha embarcado el hombre». Hoy, cuando se cumplen más de
cuatro décadas desde que Armstrong, Aldrin y Collins culminaran su extraordinaria hazaña, la
definición de JFK sigue siendo válida. La cumbre de este Everest cósmico se alcanzó, pero no sin
tener que afrontar un altísimo nivel de riesgo. De hecho, los astronautas del Apolo 11 han
reconocido que emprendieron el viaje sabiendo que sus probabilidades de llegar a la Luna con
éxito y regresar vivos a la Tierra eran de en torno al 50%.
La apuesta de la NASA fue arriesgadísima, y múltiples factores podían haber convertido la misión
en un trágico fiasco, ante 600 millones de telespectadores. Aunque al final Armstrong logró dar su
«pequeño paso para un hombre, y gigantesco salto para la Humanidad», hoy sabemos que los
astronautas padecieron graves dificultades.
El momento más dramático ocurrió durante el delicadísimo descenso sobre la superficie lunar,
cuando el ordenador del módulo que pilotaban Armstrong y Aldrin sufrió una sobrecarga, y saltó
una alarma. Los astronautas preguntaron a Houston si debían abortar la operación y el centro de
control tardó un eterno, angustioso minuto en contestar que ignorasen la alerta. Fue entonces
cuando Armstrong se dio cuenta de que el módulo se había desviado del lugar previsto para el
alunizaje, y que se dirigían a un inmenso cráter lleno de rocas que podrían destruir las patas de la
nave e impedirles salir de allí. Pero el veterano piloto de guerra mantuvo la sangre fría, cogió los
mandos del aparato, y logró posar la nave con suavidad en una zona plana y despejada, cuando ya
sólo quedaban 30 segundos de combustible.
No es de extrañar, por lo tanto, que cuando Armstrong pronunció las míticas palabras «Houston,
aquí Base Tranquilidad, el Águila ha aterrizado», el controlador en Houston confesara que allí
estaban «al borde del infarto» y gritó aliviado: «¡Volvemos a respirar!». Así, gracias al valor, el
temple y la inteligencia de aquellos pioneros del Cosmos, la visión de Kennedy se hizo realidad, y
como dijo Aldrin, la misión del Apolo 11 fue, y será siempre, «un símbolo de la insaciable
curiosidad del hombre para explorar lo desconocido».
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