Cordero asado describir a mary malony
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
nos recomienda «Cordero asado», de Roald Dahl, un mago del suspense que escribió novelas y cuentos para niños y adultos como Charlie y la fábrica de chocolate, James y el melocotón gigante, Matilda, Las brujas y Relatos de lo inesperado.
Alfred Hitchcock rodó algún relato de Dahl para su programa Alfred Hitchcock Presenta. «Cordero asado», ambientado en el espacio limitado de una casa, tiene cierto aire a las películas de Hitchcock.
Libros de Roald Dahl
CORDERO ASADO, un cuento de Roald Dahl
La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.
Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel –estaba en el sexto mes del embarazo– había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.
Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.
Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.
–¡Hola, querido! –dijo ella.
–¡Hola! –contestó él.
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir –como siente un bañista al calor del sol– la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.
–¿Cansado, querido?
–Sí –respondió él–, estoy cansado.Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.
Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.
–Yo te lo serviré –dijo ella, levantándose.
–Siéntate –dijo él secamente.
Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
–Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? –Le observó mientras él bebía el whisky–. Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día –dijo ella.
El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.
–Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.
–No –dijo él.
–Si estás demasiado cansado para comer fuera –continuó ella–, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
–Bueno –agregó ella–, te sacaré queso y unas galletas.
–No quiero –dijo él.
Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
–Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.