¿Cómo eran las fiestas religiosas en el siglo XVI?
Respuestas a la pregunta
La diferenciación entre las diversas festividades por su carácter religioso, profano o cívico resulta un tanto gratuita si tenemos en cuenta que los principios políticos, ideológicos o morales que, en última instancia, motivaban la fiesta estaban íntimamente unidos. Iglesia y Monarquía se presentaban como el pilar fundamental cuyos valores debían ser aunados bajo una fidelidad absoluta. El carácter sacro y el halo divino que envolvían a los soberanos y el apoyo recíproco con la institución religiosa hace difícil la separación entre fiestas sacras y profanas. Lo religioso fue la base y el marco de numerosas solemnidades cortesanas, como los bautizos o las pompas fúnebres e, incluso, los juramentos de los príncipes herederos. Por su parte, la mayoría de las grandes celebraciones litúrgicas realizadas en la corte contaba con la presencia de los reyes. La imagen de éstos en otras ciudades, a través de retratos, alegorías y emblemas, los elevaba a un nivel celestial parangonable al de los santos y ángeles. Pero a pesar de esta íntima unión conviene resaltar las celebraciones litúrgicas dado su número y su carácter cíclico. Las ceremonias religiosas de carácter anual, como el Corpus, la Semana Santa o los Santos Patronos, junto a las procesiones, viacrucis, rogativas y oraciones colectivas, constituyeron un latido festivo, periódico y constante en el que no se menoscabó el artificio. Particular importancia tuvo la fiesta del Corpus en las ciudades barrocas. Excelentes estudios han demostrado la validez del factor escenográfico en la conformación de esta procesión, de origen medieval, que gravitó por las calles luciendo el elemento esencial de su función: la custodia eucarística. Por su origen y su configuración temprana, el Corpus Christi debe ser subrayado por la influencia que, sin duda, tuvo en las solemnidades reales y las fiestas religiosas de la España de los siglos XVI y XVII. La custodia era el vértice o punto focal de un cortejo litúrgico que fue adquiriendo nuevos elementos en el transcurso del Renacimiento: carros y tablados, muchos de ellos con tramoyas y concebidos como plataformas de representaciones teatrales, eran guiados y acompañados de cofradías, grupos civiles y eclesiásticos con sus respectivos pendones, banderas y estandartes. A lo largo de la centuria este séquito se enriquece y se tiñe de un folclore tradicional, con máscaras y mojigones, gigantes, cabezudos, danzas y música. Paulatinamente la procesión se disfrazó de exotismo con vestimentas coloristas en gigantes que representaban indios o turcos, o con la figura de la Tarasca, un animal monstruoso cabalgado por una mujer. El resultado fue un ritual lúdico que mezclaba los ámbitos profanos y sagrados; puramente sensorial, de música y colores, pero dentro del