Buscar las metáforas en el texto.
Siempre fueron los de Puerto Plata hombres independientes, algo ariscos y muy celosos de su autonomía individual hasta el punto de infringir abiertamente las cédulas y ordenanzas rigidísimas de los tiempos coloniales, a lo que los incitaba también el amor y afán extraordinarios por el acrecentamiento de su pueblo, que preparado por la naturaleza para alcanzar gran desarrollo marítimo y comercial, se hallaba como encadenado por la prohibición de cambalachear con los herejes extranjeros, habiendo de contentarse con el escasísimo surtido que, muy de tarde en tarde, aportaba alguna nave española.
Escocíales esto, y viendo que ni de Su Majestad, ni de las autoridades locales recibieran alivio alguno, resolvieron procurárselo ellos mismos y a poco el contrabando era profesión a que muchos se dedicaban, comerciando con ingleses y franceses, marinos híbridos de piratas y negociantes, que recorrían clandestinamente toda la costa.
Quejábanse los alcaldes al gobernador de la Isla, y a la Real Audiencia, y aquel al Rey, hasta que en 1606 Felipe III, encocorado con la pertinencia de los puertoplateños, que no desistían de sus tratos solapados, con una firma mandó desalojar y destruir las poblaciones marítimas de Yaguana, Bayajá, Puerto Plata y Monte Cristi, y que sus habitantes fueran internados para que fundaran nuevas ciudades en el centro de la Isla.
¡El éxodo! ¡Pena horrible! Aquella emigración a medias, sin poder llevarse a Isabel de Torres, la más gallarda de las montañas; ni ese mar azul, alborotado por el norte, y manso como una laguna al besar la ciudad por el oeste; ni Los Mameyes que, según la tradición, quien bebe de sus aguas tiene que volver a Puerto Plata; ni ese suelo de la ciudad elevándose en gradas como un anfiteatro que cierra el muro de lomas allá a lo lejos.
Alborotáronse los paisanos. Era una iniquidad; más valía matarlos que arrancarlos de su pueblo, de su mar y de sus montañas. Hasta se habló de rebelión, de guerra, de cualquier atrocidad antes que marcharse de su pueblecito. Pero el cura tenía gran influencia en las turbas, sosegolas un poco, y las decidió a resignarse haciendo nacer la esperanza de que el Rey se apiadaría dejándoles regresar en breve caminito de su pueblo.
Cuando llegaron los emigrados de Puerto Plata con los de Monte Cristi al lugar que les designa ron, llamáronlo Monte Plata, para no disgustar a sus compañeros y conservar casi íntegro el nombre de su pueblo, pues Colón lo bautizó con el de Monte y Puerto de Plata, encantado por la belleza de Isabel de Torres, cuya cima lucía una diadema de albas nubes en las que reverberaba el sol como sobre argentina orfebrería.
Los expatriados de los otros pueblos resistieron tal cual las amarguras del destierro; pero los de Puerto Plata, poseídos de una tristeza invencible, desesperados, nostálgicos, echándolo todo de menos, fueron enfermando rápidamente, y perecieron casi a un tiempo como si mortífera epidemia se ensañara contra ellos.
Cuando llegaron al cielo, San Pedro, que les tenía muchísima compasión, y que estaba tan furioso con Felipe III que lo esperaba para darle con la puerta en las narices y mandarlo derechito a los infiernos, asomó uno de sus grandes y luminosos ojos por el cristal del ventanillo y les dijo:
-Hola, hijitos. ¿Sois los de Puerto Plata?
-Sí, reverendísimo San Pedro. Nosotros tu vimos nuestro purgatorio en el mundo, y venimos creyendo que nos dejaréis pasar sin someternos a prueba.
-Indudablemente, hijitos contesto San Pedro mientras abría-. Estuvimos muy enfadados con aquella barbaridad. Además aquí está Colón que abogó empeñadamente por ustedes. Los quiere mucho y siempre recuerda que él mismo hizo los planos de la ciudad.
Y San Pedro se enjugó una lágrima con el dorso de su mano rugosa.
Pasaron adelante, y como se quedaron amilana dos y tristes junto a la puerta, sin esa beatífica alegría de los escogidos, San Pedro lo atribuyó a la timidez, y encomendó a un angelito de alas de iris que les sirviera de Lazarillo y les enseñara los primores de la Gloria.
-Ea, fuera de penas -díjoles afablemente San Pedro--. A divertirse.
Y acompañó sus últimas palabras con una palmada. Salieron con su cicerone, y a poco oyeron unos himnos celestiales, un canto como jamás había llegado a humanos oídos: se infiltraba dulcemente en el alma: parecía la voz de una divinidad benéfica y cariñosa y hacia soñar con dichas ideales infinitamente superiores a las que dan nuestros nervios torpes e insuficientes.
-Llévanos allá-dijeron al angelito.
Eran ángeles y serafines que entonaban alabanzas al Señor, desde una glorieta de nubes. Los puertoplateños estuvieron atentos como diez minutos, después se miraron con fijeza unos a otros sin atreverse a romper el silencio sobre el que se levantaba aquel divino canto de mística idealidad. Por fin, uno pregunto al que estaba más cerca.
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OK TKM
cuando tu vas yo vengo
❤❣
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