Buenas noches, necesito el inicio, nudo y desenlace del cuento el gato perez.
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Inicio
La dueña del hotel le dijo que ese era su cuarto: abrió la puerta y le señaló una celda, especie de cajón. La cama de piedra parecía otro cajón en la mitad. Y había en la pared un único lienzo, ladeado: el rostro de Cristo, pálido y sangriento, con un ojo desvanecido por la humedad. Era exactamente un Cristo guiñándote el ojo.
Nudo
La gente empezó a regarse por la plaza. Eran grupos lentos y dispares, en torno al pequeño camión verde que se había estacionado, quién sabe cuándo, en mitad de la cancha de fútbol. Dos o tres hombres lo cargaban de pollos, sartas de pollos crudos, hasta el tope. Nadie, sin embargo, se acercaba al camión, a su carga extraordinaria. La mayoría guardaba silencio. ¿Seguían pendientes de él y de la dueña, de la charla que mantenían desde que salieron? Porque, al tiempo que aprentaban no oír, de vez en cuando, sigilosos, algunos los atisbaban; eran rostros furtivos de hombres y mujeres, sombras que pasaban.
Desenlace
Él ya no lograba estrechar el cuerpo del albino contra la pared. Apenas alcanzó a avanzar hasta el morro, engarrotado, y extender un brazo. La mano del carretero lo izó como a un leño. Él se tumbó en la tierra, a su lado. Le dolía el corazón. Quería abrazarse a su nieta. Quería huir. Pero volteó a mirar para abajo, al filo de la nariz. Allí seguía el hombre que dijo que en este pueblo se llamaba Bonifacio. Tenía los ojos cerrados. Se derrumbó al abismo, sin una palabra.
La dueña del hotel le dijo que ese era su cuarto: abrió la puerta y le señaló una celda, especie de cajón. La cama de piedra parecía otro cajón en la mitad. Y había en la pared un único lienzo, ladeado: el rostro de Cristo, pálido y sangriento, con un ojo desvanecido por la humedad. Era exactamente un Cristo guiñándote el ojo.
Nudo
La gente empezó a regarse por la plaza. Eran grupos lentos y dispares, en torno al pequeño camión verde que se había estacionado, quién sabe cuándo, en mitad de la cancha de fútbol. Dos o tres hombres lo cargaban de pollos, sartas de pollos crudos, hasta el tope. Nadie, sin embargo, se acercaba al camión, a su carga extraordinaria. La mayoría guardaba silencio. ¿Seguían pendientes de él y de la dueña, de la charla que mantenían desde que salieron? Porque, al tiempo que aprentaban no oír, de vez en cuando, sigilosos, algunos los atisbaban; eran rostros furtivos de hombres y mujeres, sombras que pasaban.
Desenlace
Él ya no lograba estrechar el cuerpo del albino contra la pared. Apenas alcanzó a avanzar hasta el morro, engarrotado, y extender un brazo. La mano del carretero lo izó como a un leño. Él se tumbó en la tierra, a su lado. Le dolía el corazón. Quería abrazarse a su nieta. Quería huir. Pero volteó a mirar para abajo, al filo de la nariz. Allí seguía el hombre que dijo que en este pueblo se llamaba Bonifacio. Tenía los ojos cerrados. Se derrumbó al abismo, sin una palabra.
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