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Respuestas a la pregunta
Mi robusto y oscuro cuerpo yace sobre el suelo. Golpeado. Castigado. Inerte. Y pensar que hace menos de cinco minutos, todo era una fiesta. Un jolgorio. No quería lastimarte – creo que ni lo conseguí – solo atinaba a defenderme. El bullicio me alteraba y tu vestir resultaba incómodo para mi vista. Aunque seguro no pensaste en ello. Solo te importaba el reconocimiento de los demás. Sus alaridos te excitaban. Te creías superior. Un dios.
Una sonrisa malévola completaba tu organismo. Al principio, querías burlarte y ni siquiera te movías. Poco a poco, no quedó más opción que dirigirme hacia ti. Pero para ese entonces, mis ojos ya se encontraban lastimados – tu grupo había rociado alguna sustancia que me produjo un gran ardor – y me imposibilitaban observar por dónde te habías arrinconado. Igual, divisé al otro extremo del terreno tu pequeña y perversa figura. No entendía que había hecho, ni por qué me mirabas con tanto odio. ¿No tuviste un mínimo de compasión? ¿Sí? ¿Ni un poco?
El alarido de los asistentes te apresuró y, detrás de aquel manto rojo, dejaste ver el arma que perforaría mi interior. Mi lomo. Mi vida. La última embestida no intentaba lesionarte, solo tenía como fin el que me vieras y perdonaras. Pero ya era muy tarde. Las palmas y loas de la plaza se dirigían a ti. Yo, por mi parte, un significante animal tenía un fin elegido por ustedes: la muerte.
Respuesta: La historia de Llivan
En un país llamado Colombia, cerca de la cordillera de los Andes, habitaba una tribu indígena que llevaba muchísimos años instalada en esas tierras. Sus miembros eran personas sencillas que convivían pacíficamente, hasta que un día el grupo de los jóvenes se reunió en asamblea y tomó una terrible decisión: ¡expulsar del poblado a todos los ancianos!
Los arrogantes muchachos declararon que los viejecitos se habían convertido en un estorbo para el buen funcionamiento de la comunidad porque ya no tenían fuerzas para cargar los sacos de semillas y porque sus movimientos se habían vuelto tan torpes que necesitaban ayuda incluso para comer o asearse. Por estas razones, aseguraron, era necesario echarlos para siempre. Tan solo un chico bueno y generoso llamado Llivan creyó que se estaba cometiendo una gran injusticia y se rebeló contra los demás:
La muchacha miró de reojo al grupo de hombres, temerosa de que la descubrieran.
– Llivan… Llivan… Sí, claro, me acuerdo de ti. Bueno, en realidad todo el mundo en esta zona conoce tu historia.
– ¿Ah, sí?… Y dime, ¿qué tal van las cosas en la tribu?
– ¡Pues la verdad es que fatal! Esos tipos no son buenos y no tienen ni idea de gobernar. Por su culpa la gente es cada vez más pobre e ignorante.
– ¿Echaron a los ancianos y encima llevan años comportándose como tiranos?… Lo siento, pero no entiendo que aceptéis sus normas… ¡Deberíais sublevaros!
– No, no las aceptamos, pero siempre van armados y nadie se atreve a enfrentarse a ellos. ¡No podemos hacer nada más que aguantar!
– ¡Pues creo que ha llegado la hora de poner fin a esta indecencia! Si me ayudas a escapar lo solucionaré… ¡Te lo prometo!
La mujer clavó sus ojos en los de Llivan y sintió que estaba siendo sincero. Sin dudarlo, desató la cuerda que ataba sus manos.
– ¡Vamos a mi casa, allí estarás seguro!
Explicación: