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La batalla de los colmillos
La loba fue la primera que percibió el sonido de las voces humanas y los ladridos de perros de trineo, y fue también la primera que se apartó del hombre que los lobos tenían arrinconado en el círculo de moribundas llamas. A la manada le costó abandonar aquella presa que ya estaba acorralada y se quedó rezongando unos minutos asegurándose de qué era lo que escuchaba. Después el grupo al completo huyó también siguiendo el camino que mostraban las huellas de la loba. Fue él el que dirigió a todos los demás tras los pasos de la loba.
Él fue el que gruñó para advertir a los más jóvenes y el que les lanzaba dentelladas cuando pretendían adelantarlo. Así mismo, fue el que aceleró la marcha cuando vio que la loba avanzaba tranquilamente por la nieve. Corría a la cabeza, pero sin sobrepasar en ningún momento la paletilla de su compañero.
Si alguna vez, en extrañas ocasiones, se aventuraba a adelantarlo, un gruñido y un empujón lo obligaban a retroceder a su sitio. Algunas veces sucedía que se quedaba rezagado y se metía entre el viejo jefe y la loba. En tales ocasiones en que el lobo joven se veía atacado por tres salvajes mandíbulas de amenazadores dientes, se detenía precipitadamente para resistir el ataque, apoyado sobre los cuartos traseros, con las patas delanteras rígidas, el hocico expuesto y el pelo erizado. La confusión que se originaba en el frente de la manada se transmitía también a la retaguardia.
En la desesperada lucha llegó a estamparlos contra la nieve y hundirlos bajo su cuerpo. Pero fue vencido y se desplomó con la loba asida ferozmente a su cuello, desgarrándolo con furia, y otros muchos dientes clavados en su cuerpo.
Tuvieron entonces carne en abundancia. 400 kilos, por lo que cada lobo, de los más de cuarenta que formaban la manada, tocaba a unos nueve kilos de carne. Pronto todo lo que quedaba del espléndido animal eran unos cuantos huesos esparcidos, aquellos que tan sólo hacía unas horas se habían enfrentado a toda la manada de lobos.
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no se mi pana
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quep
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