ayuda necesito el análisis de este cuento
OROPENDOLA
I
Cuando se casó la menor de las Oropéndolas, todo el mundo se quedó
asombrado. ¿Es que algunos hombres no tienen ojos?
Y se recrudeció, como acontece, el afán nupcial de algunas cuya
candidez se sorprende, a los cuarenta años, con el primer desencanto. Es
entonces cuando se les ocurre pensar que ya no se casan. Esto lo llamaba
Bossuet «pensamientos tardíos».
Las Oropéndolas mayores, Ana Rita y Eufrasia, a pesar de su hermoso
apellido de pájaro que está en la geografía de Smith, eran feísimas.
El asombro pasó a estupor cuando al año siguiente, un viajero de
Blohm, llamado Santiaguito Otuño P., casó con Ana Rita, se separó de la
casa y junto con la esposa abrió una tienda de modas.
Unos decían que Santiaguito se había vuelto loco; otros comentaban
que aquello, o era de esas cosas extravagantes que ocurren con la guerra
europea o se trataba, simplemente, de una obra de la Divina Providencia
para premiar las virtuosas muchachas ¡las pobres! tan feas y tan recatadas…
Pero no todo fue de rosas, y a la menor, Eufrasia, le dio un tifus, quedó sin
pelo, medio sorda y con una salud precaria para el resto de sus días…
Con cariño verdaderamente paternal la asistió el doctor, un viejo rico,
solterón, terco, bien conservado, con más de doscientos sesenta mil
bolívares en ncas y veinte años de reumatismo.
Un día, aplicándole el yodo de inyecciones, el médico oprimió con
fuerza el brazo de la solterona. Hubo un rubor rápido. A ambos se les
rociaron los ojos, y aquí tienen ustedes que meses después, muy
íntimamente, «en familia» casi, se celebró el matrimonio de Eufrasia y de
su médico.
La calle donde vivían las Oropéndolas se puso de moda; todas las
muchachas casaderas quisieron vivir en la misma cuadra y hasta en la
misma casa, cuyos alquileres subieron tan violentamente como el papel de
«Lo increíble». No había casas; pero tampoco había novios.
II
No era feliz Clarita; debía de serlo. La dicha no llegaba para ella en la
forma que suele entenderse la dicha a los treinta años: con o sin bigote,
buena posición, regular gura; ni lindo como muñeco de loza ni tampoco
que diera miedo… Así…
Varios se detuvieron en su ventana. Poco tiempo. Luego se marchaban
por los mismos extremos de la calle, sonreídos, enamorados, muy
enamorados. Pero ninguno se casaba. O, como decía su tía: «le cantaba
claro». ¡Qué hombres! Lo mismo que los murciélagos con los nísperos: se
llevan los «pasmados» los que son más livianos, más feos, y dejan en el
árbol, picado, roto y desangrándose lentamente en almíbares de ternura, el
fruto hermoso, pleno de sabor.
¿Para qué quería clarita el dinero de su papá, su nombre, su
reputación, todo el prestigio de una muchacha bien alimentada, bien
vestida, bien educada? ¿Para qué? Y los ojos enormes, color de miel se
abrían a la alegría de la vida como una íntima desolación. Su tía Egenia
Cruz, la solterona, también fue una de las mujeres más bellas de su época.
Allí estaba, grisáceo, apagado por la acción de treinta o cuarenta años de
álbum de familia, el retrato de la tía, tocada de mantilla, con crinolina, con
grande abanico de blonda; con ese aire de las antiguas criollas que tenían
algo de linajudo y de campesino. Y allí estaba ella ahora, «secándose en
vida».
Lo que Clarita era, bien lo sabían sus toalletas, el cuarto de baño, el
largo espejo de su tocador… Y la vida que le encendía las orejas, que le
agolpaba en las mejillas, bajo el carmín articial, el carmín de las venas.
III
Pasó el coche de los novios. Dos o tres carruajes más. Era Eufrasia, la
fea, la «pelona» Oropéndola, la sorda que al n lograba oír los artículos
del Código Civil y la Epístola de San Pablo a los efesios. ¡Qué importaba
que los maleantes de la barra dijeran que aquello era la epístola de los
«adefesios»! El asunto es que se casaba.
Y cuando fue a desnudarse esa noche Clarita, junto a la cama virginal,
intocada, frente al espejo, cruel revelador de una belleza inútil, desliando
una a una sus prendas íntimas, el corpiño opresor, los pantalones, el largo
corset que oprimía vigorosamente las formas delicadas y fuertes, todo el
encanto elástico de la pierna admirablemente torneada, ceñida en lo alto
de las medias oscuras por la liga gris, un tropel de ideas angustiosas, algo
como un nudo sofocador en el cuello, la idea loca de morir, de hundirse en
la nada y desaparecer como un mal recuerdo de entre la vida estúpida,
achatada, incomprensible, la sobrecogió. Y echada de cara en el lecho, con
los cabellos rubios desbordando de las almohadas, sacudida por un sollozo,
quiso ser, por vez primera en su vida, fea, feísima, toda sorda, ridícula.
Como esa otra mujer que tenía amor en aquellos momentos. Como esa
desgraciada de Eufrasia, que era tan feliz…
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alas.vueltas de la oropendolas
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