argumento de dos valijas claudia piñeiro
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
Dos valijas. Eso dijo Mauro. Volví a preguntar: «¿Estás seguro?». «Sí, estoy seguro», respondió con paciencia. Todos me tenían paciencia en aquellos días. «No pueden ser dos», insistí. Pero Mauro ya no dijo nada porque ahí estaban las dos, en el recibidor del departamento. Apenas se atrevió a señalarlas con las manos abiertas, las palmas hacia arriba, mientras vacilaba en el marco de la puerta dudando de si entrar o irse. «Pasá y tomamos un café», le dije. «¿Estás de ánimo? Mirá que no hace falta. Si querés descansar, o estar sola…». «No, tomemos un café, que me va a hacer bien», dije sin estar segura de qué cosa me podía hacer bien. Mauro me había hecho el favor de ir a retirar las valijas de Fabián del aeropuerto y no me parecía bien dejar que se fuera sin siquiera ofrecerle un café. El cuerpo de Fabián lo había retirado mi hermano una semana antes. Y se había ocupado de todo: reconocer ese cuerpo, organizar el velorio, disponer el entierro. Yo no habría podido. Un infarto en pleno vuelo. Fabián había subido vivo en Chile y bajado muerto en Argentina. Un médico que viajaba en el avión le hizo masajes cardíacos y otras maniobras. Pero no fue suficiente. Mi marido murió diez minutos antes de aterrizar en el aeropuerto de Ezeiza.
Los primeros días después del entierro sólo podía pensar en ese preciso momento, el de su muerte, cuando el médico miró a alguien, la azafata tal vez, y dijo: «Ya no hay nada que hacer». Pensaba también en los otros pasajeros, en el resto de la tripulación. Qué habrá pensado cada uno de ellos, qué habrán hecho, cuál habrá sido la última cara que Fabián vio antes de morir, cuáles los últimos ojos con los que hizo contacto, quién le tomó la mano si es que alguien se la tomó, quién le habló hasta que se fue. Quizá me concentraba en esos detalles para seguir pensándolo vivo, para tenerlo conmigo en ese instante anterior a la muerte en el que yo no pude estar a su lado. Hasta que llegaron las valijas y las preguntas cambiaron.
Mauro me esperaba sentado en el living cuando aparecí con la bandeja y los cafés. «Estaba segura de que había viajado sólo con una valija», dije otra vez mientras le alcanzaba su taza. «A mí también me sorprendió, no fueron tantos días. Pero pregunté y me mostraron que las dos etiquetas están a su nombre, de hecho todavía las tienen puestas», dijo Mauro, y se acercó a una de las valijas, tomó la etiqueta que colgaba de la manija y leyó, «Fabián Tarditti». Luego hizo exactamente lo mismo con la otra: «Fabián Tarditti». Levantó la vista y me miró como con resignación. «Quizá compró cosas allá y no le alcanzó el espacio, o traía folletería de la empresa. Ya verás cuando las abras, pero quedate tranquila que las dos son de Fabián.» «Sí, ya veréle dije, y se me llenaron los ojos de lágrimas. «Perdoname, estoy harta de llorar», me disculpé. «Es lógico», me consoló, y preguntó: «¿Cómo está Martina?». «Supongo que mal, se le fue su padre, tan de repente. Pero hace un esfuerzo por sostenerme a mí, así que me demuestra poco. Espero que se descargue con sus amigas o con su novio». «Seguro que sí», dijo Mauro. Yo asentí, me tomé mi café y ya casi no hablamos más. «¿Querés que te ayude a llevar las valijas al cuarto?», me ofreció Mauro antes de irse. Pero le dije que no, todavía no estaba preparada para abrirlas y encontrarme con las cosas de Fabián. Tampoco quería dormir con ellas en nuestra habitación. Así que se quedaron allí.