Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia. Nada
supe de los
deliquios embriagadores ni de la confidencia sentimental
ni de
la zozobra de las miradas
cobardes. Más que el enamorado,
fui siempre el dominador cuyos labios no c
onocieron la súplica. Con todo,
ambicionaba el don divino de amor ideal, que
me encendiera espiritualmente,
para que mi alma destellara en
mi cuerpo como l
a llama sobre el leño que la alimenta.
Cuando los ojos de Alicia me trajeron la desventura, había renunciado ya a la esperanza de sentir un afecto puro.
En vano mis brazos
-
tediosos de libertad
-
se tendieron ante muchas mujeres implorando para ellos una ca
dena.
Nadie adivinaba mi ensueño. Seguía el silencio en mi corazón Alicia fue un amorío fácil;
se me entregó sin vacilaciones,
esperanzada en el amor que buscaba en mí. Ni siquiera pensó casarse conmigo en aqu
ellos días en que sus parientes
fraguaron la co
nspiración de su matrimonio, patrocinados por el cura y resueltos a s
ometerme por la fuerza. Ella me
denunció los planes arteros.
-
Yo moriré sola
-
decía
-
: mi desgracia se opone a tu porvenir.
Luego, cuando la arrojaron del seno de su familia y el
juez le declaró a m
i abogado que me hundiría en la
cárcel, le dije una
noche, en su escondite, resueltamente:
-
¿Cómo podría desampararte? ¡Huyamos! Toma mi suerte, pero dame el amor.
¡Y huimos! Aquella noche, la primera de Casanare, tuve por confidente al
insomnio.
Al través de la gasa del mosquitero, en los cielos límites, veía parpadear las estrellas. L
os follajes de las palmeras que
nos
daban abrigo enmudecían sobre nosotros. Un silencio infinito flotaba en el ám
bito, azulando la transparencia
del aire.
Al
lado de mi chinchorro, en su angosto catrecillo de viaje, Alicia dormía co
n agitada respiración. Mi ánima
atribulada tuvo
entonces reflexiones agobia
-
doras: ¿Qué has hecho de tu propio destino? ¿Qué de esta jovencita que
inmolas a tus pasiones?
¿Y tus s
ueños de gloria, y tus ansias de triunfo, y tus primicias de
celebridad? ¡Insensato! El lazo
que a las mujeres te une
lo anuda el hastío.
Por orgullo pueril te engañaste a sabiendas, atribuyéndoles a esta criatura lo que en ningu
na otra descubriste jamás,
y ya
sabías que el ideal no se busca; lo lleva uno consigo mismo. Saciado el antojo, ¿qué mé
rito tiene el cuerpo que a tan
caro
precio adquiriste? Porque el alma de Alicia no te ha pertenecido nunca, y aunq
ue ahora recibas el calor de su
sangre y sientas
su respiro cerca de tu hombro, te
hayas
, espiritual
mente
, tan lejos, de ella como de la
constelación taciturna que ya se inclina
sobre el horizonte. En aquel momento me
sentí pusilánime. No era que mi
energía desmayara ante la responsabilidad de
mis actos
, sino que empezaba a invadirme el fastidio de la manceba.
Poco empeño hubiera sido el poseerla, aun a trueque de las mayores locuras; ¿pero
después de las locuras y de la
posesión?...
Casanare no me aterraba con sus espeluznantes leyendas. El insti
nto de
la aventura me impelía a
desafiarlas, seguro de que
saldría ¡leso de las pampas libérrimas y de que alguna vez, en desconocidas ciud
ades,
sentiría la nostalgia de los pasados
peligros. Pero Alicia me estorbaba como un g
rillete. ¡Si al menos fuera más
arris
cado, menos bisoño, más ágil! La pobre
salió de Bogotá en circunstancias aflictivas
; no sabía montar a caballo, el
rayo del sol la congestionaba, y cuando a trechos
prefería caminara pie, y
o debía imitaría pacientemente,
cabestreando las cabalgaduras.
Nun
ca di pruebas de mansedumbre semejante. Yendo fugitivos, avanzábamos lentame
nte, incapaces de torcer la vía
para
esquivar el encuentro con los transeúntes, campesinos en su mayor parte,
que se detenían a nuestro paso
interrogándome
conmovidos:
-
Patrón, ¿po
r qué va llorando la niña?
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Respuesta:
las mujeres son un verdadero caso de reflexión
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