alguna paradoja sobre la pandemia?
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Los gobiernos acostumbran a ponerle nombre a cada año antes de que este empiece, pero quizá sería mejor que lo hicieran cuando acaba: en el 2020, el Año de la Universalización de la Salud, nuestros hospitales colapsaron y tuvimos muchos más muertos que en los últimos años. (1)
Cuando empezó la cuarentena, nos advirtieron que no había que preocuparse, que una cuarentena no dura cuarenta días. Y tenían razón… solo que no duró menos, sino mucho más. El Gobierno dispuso el confinamiento social obligatorio y evitó hablar de “toque de queda”; sin embargo, en ningún momento de nuestra historia nos había tocado quedarnos tanto en casa.
El virus llegó en avión, viajó luego en micro y se fue a buscar caseritos en los mercados, y llegó sin problemas a lugares donde nunca llegó la ayuda del Estado. Uno de los mayores focos de contagio fue el transporte público, pero durante los peores momentos del aislamiento obligatorio nadie podía transitar libremente en su auto.
Unos dejaron de trabajar para cuidarse y a otros los dejaron sin trabajo, para su desgracia, adhiriéndose al eufemismo de una “suspensión perfecta de labores” que nada tiene de perfecta. (2)
A las pequeñas y medianas empresas tampoco les fue muy bien que digamos: los beneficios que dieron las leyes se diluían a la hora de reglamentarlos. Y, entonces, si un pequeño empresario quería reabrir su ferretería cerrada durante la pandemia, le pedían que contara con una enfermera, (3) cuando ellas faltan hasta en los hospitales.
La informalidad, que tanto daño nos hizo siempre, terminó salvando una vez más a miles del desempleo, y a otros, de la ausencia de ventas. Con ello redescubrimos que el problema de la informalidad existe a causa de una agobiante formalidad.
En tiempos que llamaban a gritos a la solidaridad, la corrupción se intensificó calladita, sin mucho aspaviento. Y si la ayuda para los más pobres se quedó en el garaje de algún alcalde, los beneficios que debían llegar a pequeñas y medianas empresas terminaron en los bolsillos de apetentes estudios.
Del televisor en la sala, muchos pasaron al teletrabajo. Del ejercicio en el gimnasio, otros empezaron a sudar la gota gorda en casa. Salimos menos de compras, pero comimos más. Y mientras unos sentían que sus casas terminaban siendo cárceles, otros salieron de las cárceles para volver a casa. Unos llenaban sus refrigeradoras con la comida que les llegaba por delivery y otros salían a la calle para comprar una comida que no tenían donde guardar.
Durante semanas, el presidente apareció al mediodía en la televisión, sin que llegáramos a saber si estaba dando un discurso motivacional, un reporte médico o un parte de guerra. Un día, para emoción de la platea, dijo que habíamos llegado a la ansiada meseta y todos nos alegramos porque, por definición, la meseta es una superficie plana. Pero luego nos enteramos de que nuestra “meseta” era más bien irregular, con lo que le enmendamos la plana a la misma Real Academia Española.
Las tiendas no atendían; sin embargo, eso no impidió que recibiéramos muchas ofertas por WhatsApp (el peluquero podía ir a mi casa, pero yo no podía ir a la peluquería). Dejamos de ir al cine, pero vimos más películas. Y aunque no salimos a correr, tuvimos intensas maratones vía internet. Las librerías estuvieron cerradas, pero la gente acaparó el papel que se vende por rollos.
Un día dejaron salir a los niños, pero no a los adolescentes, pese a que sus vidas están en las calles más que la de nadie. Pero si bien los chicos se perdieron de infinidad de encuentros con los amigos, muchos descubrieron que tenían un hermano o una hermana que podía valer por todo
Cuando más demandábamos un abrazo, nadie podía dárnoslo. Y cuando requeríamos una sonrisa, tuvimos que tapar nuestros labios con mascarillas.
La tecnología que antes nos separaba terminó siendo la que nos unió. (4) Compartimos en familia, limpiamos nuestro hogar y desempolvamos recuerdos, nos reencontramos con viejos juegos e inventamos nuevos, recobramos contacto con familiares
En tiempos de protocolos, el “Cuídate” dejó de ser una formalidad al despedirnos para convertirse en una invocación, un ruego, un mandato. Tiempos extraños en los que dejamos de abrazarnos para volvernos a abrazar en el futuro, en los que tenemos ansias de retornar a una “normalidad” que siempre fue anormal, en los que buscamos una vacuna contra la enfermedad cuando lo que más necesitamos es una vacuna contra la indiferencia.
Y, en ese propósito, aunque esta pandemia nos deje vacíos en el alma, seamos capaces de descubrir las sonrisas que nos aguardan detrás de tantas anónimas mascarillas.
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