alguien me pude ayudar ? Necesito una leyenda sobre el urco gallego porfa ?
Respuestas a la pregunta
Aquí tienes una:
Sebastián Gandumo estaba de aniversario ese día con toda su familia. Él se acostó más pronto que nadie, rejuvenecido y contento. Apenas había logrado dar la primera cabezada cuando oyó unos ladridos suaves, lastimeros, que procedían del jardín. Pensó en todos sus perros de caza, tenía más de una docena y todos de nombre conocido (Amancio, Lourizán, Améndoa, Fidel, Roldán, Candonga, Esmorisiño…, y así, hasta completar un equipo de fútbol con sus cinco o seis suplentes reglamentarios), y no prestó demasiada atención. Los ladridos, que no cesaban, golpeaban en sus oídos como un lamento insoportable. Se levantó, se asomó a la ventana a ver qué ocurría abajo y vio a Urco erguido sobre unos leños. Cerró al instante y gritó :
-Urco, el perro del infierno.
Llamó a gritos a su familia, que continuaba de parranda y celebración, y subió su esposa y una de las nueras de Santa Mariña de Lañas.
-¡Urco, el perro del infierno ! -gritó el anciano.
Ninguna de las dos mujeres le dio demasiada importancia ni a sus palabras ni al gesto de horror de su cara. Pensaron que sería un delirio o una pesadilla tras la copiosa cena. Le dijo su nuera :
-Duerma, padre. Será que algo le ha sentado mal. Ha bebido mucho y ha comido más.
Sebastián Gandumo insistió y las dos mujeres miraron por la ventana, pero no había perro alguno sobre los leños ni el muro de zarzas del camino.
-Echaba fuego por la boca -alcanzó a decir el patriarca.
Al otro día, estaba muerto. En su rostro quedaba impreso un gesto de pánico : el rictus del espanto.
Fuco Mogueime, alcalde pedáneo de Baladouro, jamás podría olvidar el día que aconsejó a los vecinos que amarrasen a sus perros en el interior de las casas, en los establos y cobertizos, y en las bodegas de los hórreos para evitar la presencia del animal cada noche en el pueblo.
Así lo hicieron todos. Reinaba un extraño silencio. El viento azotaba más suave que nunca desde los bosques y la espesura de los caminos. Cuando los perros presintieron la misteriosa fuerza del animal, ese aire endemoniado que le supone, empezaron a mostrar su agitación. A los pocos minutos se oyó un prolongado ladrido que rompió aquella paz de cementerio. El Urco hacía su llamada, y el inicial sosiego se tornó inquietud, rabia, atronadora desesperación. Los perros lucharon en vano contra su cautividad. Urco respondió con nuevos ladridos que acrecentaron su intensidad en medio de las tinieblas. Una fuerza quizá sobrehumana se adueñó de los animales atados y rompieron todas las cadenas, derribaron las vigas del techo y las columnas de las paredes. Habían enloquecido de repente. Se habría dicho que les habían crecido los dientes y las afiladas garras.
El pueblo entero despertó con un escalofrío. Los más atrevidos se levantaron a ver qué pasaba. Se interesaron por el vacuno y decidieron colocar las trancas. Otros no se atrevieron a erguirse y oyeron desde la cama el estruendo de aullidos que crecía a cada instante y parecía acercarse. Algunos murieron de miedo o por maleficio ; otros fueron devorados por sus propios perros que volvían rabiosos a sus casetas, tras haber dejado a Urco en el mar.
Al mediodía fue el propio Mogueime quien comandó una partida de hombres armados con escopetas, azadas y hoces para acabar con todos los perros y poner así fin a aquella carnicería humana. Cuando, a última hora de la tarde, tras dejar seis perros reventados por las cunetas, se encontró con su perro Tizón (fiel, buen cazador y mejor amigo) no tuvo fuerzas para matarlo. Fue su primo Leandre quien le segó la cabeza con una hoz cuando intentaba huir por un angosto sendero.
La impresión que le dejó este hecho es indiscutible. Algún tiempo después, tan sólo unos días antes de su muerte, Mogueime fue visto al pie del roble donde había enterrado a Tizón, apenado y maldiciendo a Urco, maldiciéndose a sí mismo.
Después de este trágico suceso, nadie se atrevía a abrir las ventanas ni las puertas ni salir a deambular cuando caía la noche. Hasta los amores secretos fueron más diurnos que nunca. Los perros desaparecieron de Baladouro durante algunos años. Era el animal prohibido. La primera en quebrar este hábito fue Munia, la meiga, aficionada a los paseos nocturnos. Sostenía que había visto varias veces al demonio dormido entre las zarzas. También aseguraba que se había encontrado con Urco en solitario en el bosque de Hervedíns, cuando volvía a su casa.
-Válganme todos los diablos -dijo-. Ni siquiera el mismo diablo huele tan mal.
Antes de que amanezca o cante el gallo, Urco desanda los caminos enfangados, anda que te desanda sendas y atajos, y regresa al mar. Camina un momento por la playa, deja un rastro de pisadas y se zambulle en el agua sin mirar atrás. Los perros del pueblo lo miran desde la orilla, y vuelve cada uno a su caseta por ocultas veredas que nadie conoce.”