El año 1492 merece un lugar de relieve en el calendario
histórico del mundo occidental. Aquellos doce
meses constituyeron un tiempo pródigo en sucesos
importantes. La caída del reino islámico de Granada y
el fin de la Academia Pla¬tónica de Florencia aportaron
materia más que suficiente para impresionar a los
contemporáneos. A su luz bien podía pensarse que el
Cristóbal Colón. El encuentro
entre dos mundos
Gerardo Vidal
(Fragmento)
Imagen de ClipArt ETC: Benson J. Lossing, The Pictorial Field-Book of the Revolution
(New York: Harper & Brothers, 1851)I:XXIII.
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mundo estaba asomándose a los inicios de una nueva
era.
Sin embargo, el evento llamado a convertir ese año en
el eje divisorio de la historia tuvo lugar en un escenario
del todo inesperado, a muchos kilómetros de los centros
neurálgicos del poder y la cultura de Europa.
Durante los primeros días del mes de octubre de
1492 dos ínfimas carabelas y una nao enfrentaban
trabajosamente la furia de los elementos y los terrores
de la imaginación. Las frágiles embarcaciones llevaban
más de 30 días en el mar. Desplegadas sobre el inmenso
escenario del océano Atlántico, parecían míseras cascaras
de nuez flotando sobre la superficie de las aguas. Sus
moradores ha¬bían comenzado a resentirlo: el hambre,
la sed y los temores parecían haberlos inmovilizado.
Los miedos incubados en el antiguo imaginario
medieval se ensañaban con los tripulantes. Internarse
en el Atlántico {mure tenebrosum, como usualmente se
le llamaba) era dar un paso hacia lo desconocido: aguas
espesas, piélagos hirvientes, engendros marinos... Al caer
el sol, los más dados a fantasear podían sentir sobre la
nuca el aliento de los monstruos voraces que decoraban
los extremos de los mapas antiguos indicando el fin de
la Tierra.
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Los marinos avezados tal vez se burlaran de esos
temores. Pero no por eso dejaban de mirar con inquietud
el futuro. ¿De dónde sacarían los medios para volver
después de treinta largos días de navegación? ¿De
qué se alimentarían? ¿Cómo apagarían la sed? Aunque
temieran decirlo en voz alta, muchos intuían que la
aventura había llegado a un punto que ya no admitía
retorno.
Atrás había quedado el optimismo de los días previos a
la travesía, cuando Cristóbal Colón había echado mano
a las carabelas, reclutando a la marinería con la ayuda
de los hermanos Pinzón. O cuando había cambiado a
una de ellas el nombre de “Marigalante”, que tan bien
cuadraba a las mujeres que esperaban a los marineros
en los puertos, por el mucho más solemne y glorioso
de Santa María. Aquellas jornadas de navegación se les
habían hecho eternas. La misma certeza inicial de que
el Almirante hubiera hallado la ruta hacia las Indias,
justo por el punto donde coincidían los vientos alisios y
la comente ecuatorial, se había reducido a un recuerdo
insignificante perdido en medio del océano.
Con el correr de los días la situación se había vuelto
más y más desesperada. El mar parecía habérselos
tragado y nadie, ni el más avezados de los marineros,
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tenía siquiera una sospecha de su propia posición
en el mapa. ¿Cómo podía ser de otro modo? Los
métodos de orientación usados en aquel tiempo eran
lastimosamente rudimentarios. Se reducían a una brújula
y a un cuadrante para calcular la latitud. La velocidad
simplemente se suponía. Todos esos elementos se
combinaban para rastrear la posición del barco en el
mapa. Si a esto se agrega que tampoco el des¬tino
estaba claro, ya tenemos el panorama completo. Hubiera
sido un verdadero milagro que los cálculos de cabina se
ajustaran a la realidad.