A las tres de la tarde el sol se detenía en limitad del ciclo. El silencio podía estallar en cualquier instante y el jardín podía caer roto en mil pedazos. La casa entera estaba quieta. Solo Rutilio regaba las losetas del corredor. A los pocos instantes, el agua, convertida en vapor, se levantaba de los ladrillos. La valla de helechos que separaba al jardín del corredor no detenía a la ola ardiente que llegaba hasta las habitaciones. En dos hamacas paralelas Eva y Leli se mecían. El ir y venir de las hamacas columpiaba a la tarde con un ruido de reatas secas. Todos los días a esa hora, la muerte las rondaba: se detenía sobre las ramas y desde allí las miraba. —Eva, ¿te da miedo morir? —No, el otro mundo es tan bonito como este. —¿Cómo lo sabes? —Me lo dijo mi abuela Francisca.¿que entendiste de ese fragmento?
Respuestas a la pregunta
Eva lo sabía todo, era distinta, estaba en la casa porque tenía curiosidad por este mundo, pero pertenecía a un orden diferente. Era una aliada poderosa y la única liga que Leli poseía entre este mundo y el mundo tenebroso que la esperaba. “El otro mundo es tan bonito como este”… Durante un rato la frase la dejó convencida, pero luego la puerta que la esperaba y que conducía al vacío volvió a tomar cuerpo. Con su propio pie daría el paso que iba a precipitarla al abismo por el cual iría descendiendo por los siglos de los siglos, con la cabeza hacia abajo, en una caída sin fin dentro del pozo negro que era la muerte. Por ahí caerían también su padre, su madre y sus hermanos. Y nunca se encontrarían, porque todos caerían en diferentes horas. Solo Eva se quedaría flotando en el jardín, mirando con sus ojos amarillos las cosas que pasaban en la casa.
—¿Estás segura de que el otro mundo es tan bonito como este?
—Sí, y como no tenemos cuerpo no sudamos.
Era irremediable no tener cuerpo. Elisa decía lo mismo. El sacerdote decía lo mismo. El cuerpo se quedaba acá y no podíamos llevarnos ni un mechoncito de pelo, para recordar de qué color habíamos sido. Miró el cabello dorado de Eva. Cerca de las sienes era muy pálido y con el sudor se le pegaba a la piel y tomaba la forma de plumas muy finas. Eva se estaba mirando las manos contra la luz del sol.
—Adentro de las manos tenemos luz.
Leli recordó el día que jugando con la navaja de su padre se cortó un dedo y la sangre salió a borbotones. Sintió vergüenza al sorprender a Eva en una mentira.
—¡Mentirosa!
—¿Has visto a Nuestro Señor? De cada dedo le sale un rayo de luz. Mis dedos se van a encender un día y me voy a ir en lo oscuro.
Era verdad que Nuestro Señor y los santos echaban luz por los dedos y por la cabeza y que a Eva no le daba miedo lo oscuro. Tampoco le daba miedo columpiarse de las ramas más altas de los árboles.
—¡Te vas a caer! —le gritaba Leli cuando la veía columpiarse de las hojas altísimas de las palmeras.
—Si me caigo me detiene el Duende —explicaba Eva cuando bajaba a tierra.
El Duende, el dueño del jardín, era muy amigo suyo. Por eso cuando su padre las regañaba porque aplastaban los plátanos tiernos Eva comentaba:
—Pobre, cree que es el dueño de todo…
Esa tarde, Rutilio siguió regando los ladrillos y las tres de la tarde siguieron escritas mucho tiempo en la torre de la iglesia que se asomaba en el cielo del jardín.
—Vamos a bañarnos —dijo Eva.
Salieron al jardín. Pasaron bajo las Jacarandas, rodearon a la fuente, cruzaron el macizo de los plátanos, llegaron a los linderos del terreno y alcanzaron el pozo. El pozo era el lugar más fresco del jardín, rodeado de helechos, espadañas y otras hojas que rezumaba humedad. Hasta allí no llegaban los rumores de la casa. Era la parte secreta del jardín. Un pretil de piedra negra guardaba a su agujero profundo. Muy abajo corría el agua de los ríos en los cuales se bañan las mujeres plateadas y los pájaros de plumas de oro.
Las niñas se desnudaron y luego subieron los cántaros llenos del agua misteriosa. El agua helada convirtió sus cuerpos en dos islas frías en el mar caliente de la tarde. El agua del pozo era un agua risueña; sin embargo, las niñas se bañaban en silencio. Era una tarde predestinada a lo que sucedió después. Leli miraba a las hojas que eran siempre las mismas hojas verdes. Detrás de las mafafas se asomaba una hoja de un verde más oscuro. La hoja tenía venas rojas y por debajo del verde oscuro había un verde clarísimo, que iluminaba al verde oscuro con reflejos de vidrio. La niña cortó una de aquellas hermosas hojas desconocidas y la mordisqueó. La hoja era muy dulce. Cortó más y las comió. Eva siempre hacía los descubrimientos. Esta vez había sido ella. Iba a reírse satisfecha, cuando sintió que una aguja le atravesaba la lengua. Se quedó quieta. Las encías empezaron a crecerle y en ese momento recordó al negro de Las mil y una noches que con el alfanje en la cintura reparte los venenos para matar a las favoritas infieles. “Estoy envenenada”, se dijo.
—No coman yerbas, se van a envenenar —les repetía Antonio.
—No le creas a mi papá. El Duende es muy amigo mío y ya les quitó el veneno a todas las plantas —le susurraba Eva a espaldas de su padre.