6° grado. Semana del 29 de junio al 2 de julio
aumentaba con sensación de tirante abultamiento y de pronto el hombre sintió dos o tres
fulgurantes puntadas que como relámpagos habían inadiado desde la herida hasta la
mitad de la pantorrilla. Movia la pierna con dificultad: una metálica sequedad de
garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento. Llegó por fin al
rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta
desaparecian ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía
adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en
un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba. -¡Dorotea! -alcanzó a lanzar
en un esterior--. ¡Dame caña! Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en
tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno. -¿Te pedi caña, no agua! -rugió de
nuevo. ¡Dame caña! --iPero es caña Paulino! ---protestó la mujer espantada. -¡No, me
diste agua! ¡Quiero caña, te digo! La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El
hombre fragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta. -Bueno; esto se
pone feo -murmuró entonces, mirando su pie livido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la
honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla. Los
dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La
atroz sequedad de garganta que el aliento parecia caldear más,
aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo
medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo. Pero el hombre no quería morir,
y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentó se en la popa y comenzó a palear
hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre
seis millas, lo llevaria antes de cinco horas a Tacuru-Pucú. El hombre, con sombría energía,
pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer
la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez-dirigió una mirada al sol
que ya trasponía el monte. La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme
y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su
cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente
doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacuru-Pucú, y se decidió a
pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo
fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros,
exhausto, quedó tendido de pecho. -¡Alves!-grito con cuanta fuerza pudo; y prestó oído
en vano. -¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la
cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor
para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la
deriva. El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien
metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de
basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna
muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones
de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer,
sin embargo, su belleza sombria y calma cobra una majestad única. El sol había caído ya
cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de
pronto, con asombro, enderezo pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La piema le dolía
apenas, la sed disminuia, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración. El veneno
comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas parc
mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que ante
CUAL ES EL NUDO
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Te pedi caña, no agua! -rugió de
nuevo. ¡Dame caña! --iPero es caña Paulino! ---protestó la mujer espantada. -¡No, me
diste agua! ¡Quiero caña, te digo! La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El
hombre fragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta. -Bueno; esto se
pone feo -murmuró entonces, mirando su pie livido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la
honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla. Ese es él nudo
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