2) Convierte a versos poéticos, la prosa que se te presenta a continuación: Cada cual, con su quimera Bajo un amplio cielo gris, en una vasta llanura polvorienta, sin sendas, ni césped, sin un cardo, sin una ortiga, tropecé con muchos hombres que caminaban encorvados. Llevaba cada cual, a cuestas, una quimera enorme, tan pesada como un saco de harina o de carbón, o la mochila de un soldado de infantería romana. Pero el monstruoso animal no era un peso inerte; envolvía y oprimía, por el contrario, al hombre, con sus músculos elásticos y poderosos; prendías con sus dos vastas garras al pecho de su montura, y su cabeza fabulosa dominaba la frente del hombre, como uno de aquellos cascos horribles con que los guerreros antiguos pretendían aumentar el terror de sus enemigos. Interrogué a uno de aquellos hombres preguntándole adónde iban de aquel modo. Me contestó que ni él ni los demás lo sabían; pero que, sin duda, iban a alguna parte, ya que les impulsaba una necesidad invencible de andar. Observación curiosa: ninguno de aquellos viajeros parecía irritado contra el furioso animal, colgado de su cuello y pegado a su espalda; hubiérase dicho que lo consideraban como parte de sí mismos. Tantos rostros fatigados y serios, ninguna desesperación mostraban; bajo la capa esplenética del cielo, hundidos los pies en el polvo de un suelo tan desolado como el cielo mismo, caminaban con la faz resignada de los condenados a esperar siempre. Y el cortejo pasó junto a mí, y se hundió en la atmósfera del horizonte, por el lugar donde la superficie redondeada del planeta se esquiva a la curiosidad del mirar humano. Me obstiné unos instantes en querer penetrar el misterio; mas pronto la irresistible indiferencia se dejó caer sobre mí, y me quedó más profundamente agobiado que los otros con sus abrumadoras quimeras.
Respuestas a la pregunta
A continuación se expone la prosa convertida en versos poéticos:
Cada cual, con su quimera
Bajo un amplio cielo gris,
en una vasta llanura polvorienta,
sin sendas, ni césped,
sin un cardo, sin una ortiga,
tropecé con muchos hombres
que caminaban encorvados.
Llevaba cada cual, a cuestas,
una quimera enorme,
tan pesada como un saco de harina
o de carbón, o la mochila
de un soldado de infantería romana.
Pero el monstruoso animal
no era un peso inerte;
envolvía y oprimía,
por el contrario, al hombre,
con sus músculos elásticos y poderosos;
prendías con sus dos vastas garras
al pecho de su montura, y su cabeza fabulosa
dominaba la frente del hombre,
como uno de aquellos cascos horribles
con que los guerreros antiguos
pretendían aumentar el terror de sus enemigos.
Interrogué a uno de aquellos hombres
preguntándole adónde iban de aquel modo.
Me contestó que ni él ni los demás lo sabían;
pero que, sin duda, iban a alguna parte,
ya que les impulsaba una necesidad
invencible de andar.
Observación curiosa:
ninguno de aquellos viajeros
parecía irritado contra el furioso animal,
colgado de su cuello y pegado a su espalda;
hubiérase dicho que lo consideraban
como parte de sí mismos.
Tantos rostros fatigados y serios,
ninguna desesperación mostraban;
bajo la capa esplenética del cielo,
hundidos los pies en el polvo de un suelo
tan desolado como el cielo mismo,
caminaban con la faz resignada
de los condenados a esperar siempre.
Y el cortejo pasó junto a mí,
y se hundió en la atmósfera del horizonte,
por el lugar donde la superficie redondeada del planeta
se esquiva a la curiosidad del mirar humano.
Me obstiné unos instantes en querer penetrar el misterio;
mas pronto la irresistible indiferencia se dejó caer sobre mí,
y me quedó más profundamente agobiado que los otros
con sus abrumadoras quimeras.