15 ejemplos de Etopeya
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
1 Sus rutinas eran tan rigurosas que los vecinos las aprovechaban para ajustar sus relojes. Así era Kant, un filósofo que, quizás por su complexión enfermiza, se aferró a la puntualidad y previsibilidad hasta su muerte. Cada día, se levantaba a las cinco de la mañana, de ocho a diez o de siete a nueve, según el día, daba sus lecciones privadas. Era amante de las sobremesas, que se podían extender por hasta tres horas y, más tarde, siempre a la misma hora, daba un paseo por su pueblo del que jamás salió- para luego dedicarse a la lectura y la meditación. A las 10, religiosamente, se acostaba a dormir.
2 Su único dios era el dinero. Siempre atento a cómo venderle, hasta lo invendible, a algún ingenuo que se topara en la estación, al que con palabras y demostraciones lograba embelesar hasta con un botón. Para él, todo valía cuando se trataba de vender. La verdad nunca fue su norte. De allí que lo apodaban el sofista.
3 En su sonrisa se podía entrever su triste pasado. Aun así, se empeñaba por dejarlo allí, en el pasado. Siempre dispuesta a dar todo por los demás. Hasta lo que no tuviera. Así vivió su vida, empeñándose porque el dolor que había atravesado no se tradujera en venganza, rencor ni resentimiento.
4 Quienes sí conocieron a mi padre destacan su pasión por el trabajo, la familia y los amigos. El deber y la responsabilidad jamás limitaron su sentido del humor; tampoco tenía pruritos en demostrar su cariño delante de los demás. La religión, en él, siempre fue una obligación, nunca una convicción.
5 El trabajo nunca fue lo suyo. La rutina, tampoco. Dormía hasta cualquier hora y se bañaba por azar. Aun así, todos en la vecindad lo queríamos, siempre nos ayudaba a cambiar el cuerito de las canillas o los foquitos quemados. Además, cuando nos veía llegar cargados de cosas, era el primero en ofrecerse a ayudar. Lo vamos a extrañar.
6 Era un artista, hasta en su manera de mirar. Atento a los detalles, encontraba una obra en cada rincón. Cada sonido, para él, podía ser una canción, y cada oración, el fragmento de algún poema que nadie escribió. Su esfuerzo y dedicación se percibe en cada una de las canciones que dejó.
7 Mi vecino Manuelito es un ser especial. Cada mañana, a las seis, saca a pasear a ese esperpento que tiene como perro. Toca la batería, o eso dice hacer. Así que, desde las 9 hasta vaya a uno a saber qué hora, el edificio retumba a causa de su hobby. Por las noches, apesta todo el edificio con la preparación de recetas desconocidas que su abuela alguna vez le enseñó. Pese al ruido, los olores y los ladridos de su perrito, Manuelito se hace querer. Siempre está dispuesto a ayudar a los demás.
8 Al parecer, su esposa lo había abandonado. Y, desde aquel entonces, su vida se había desmoronado. Cada noche, se lo veía en el patio de la vecindad con una botella del vino más barato y una copa sin lavar. Su mirada siempre perdida.
9 Jamás tocó un microondas. El fuego lento y la paciencia eran, para ella, mi abuela, la clave de toda receta. Siempre nos esperaba asomada en la puerta, con nuestros platos favoritos ya dispuestos en la mesa, y nos miraba atentamente mientras disfrutábamos de cada bocado, con una sonrisa ininterrumpida. Cada sábado, a las 7, debíamos acompañarla a misa. Era el único momento del día en el que permanecía seria y callada. El resto del día hablaba sin parar y cada vez que reía todo a su alrededor temblaba. Las plantas eran otra de sus pasiones. Cuidaba de cada una de ellas como si fueran sus hijos: las regaba, les cantaba y les hablaba como si pudieran escucharla.
10 Las palabras nunca fueron lo suyo, siempre permanecía callado: desde que llegaba a la oficina, con su traje siempre impecable, hasta que el reloj daba las seis, horario en el que se iba sin emitir sonido alguno. Cuando su frente brillaba de sudor, era a causa de la preocupación que le despertaba que algún número no le cerrara. Sus lápices, con los que hacía cálculos interminables, siempre estaban mordidos. Ahora que se jubiló, nos reprochamos no haber sabido más de él.
11 Su vivir se asemeja, en el andar sin descanso, a un evangelista del civismo, cuya inmensa caída de prosélitos él viera por seis lustros alimentando muchedumbres, libertando galeotes, avizorando lejanías, fascinando mieses de pasión, aromando la extraña como propia tienda con el precioso sándalo de la bondad y del ingenio. (Guillermo León Valencia)
Explicación:
Sus rutinas eran tan rigurosas que los vecinos las aprovechaban para ajustar sus relojes. Así era Kant, un filósofo que, quizás por su complexión enfermiza, se aferró a la puntualidad y previsibilidad hasta su muerte. Cada día, se levantaba a las cinco de la mañana, de ocho a diez o de siete a nueve, según el día, daba sus lecciones privadas. Era amante de las sobremesas, que se podían extender por hasta tres horas y, más tarde, siempre a la misma hora, daba un paseo por su pueblo del que jamás salió- para luego dedicarse a la lectura y la meditación. A las 10, religiosamente, se acostaba a dormir.
Su único dios era el dinero. Siempre atento a cómo venderle, hasta lo invendible, a algún ingenuo que se topara en la estación, al que con palabras y demostraciones lograba embelesar hasta con un botón. Para él, todo valía cuando se trataba de vender. La verdad nunca fue su norte. De allí que lo apodaban el sofista.
En su sonrisa se podía entrever su triste pasado. Aun así, se empeñaba por dejarlo allí, en el pasado. Siempre dispuesta a dar todo por los demás. Hasta lo que no tuviera. Así vivió su vida, empeñándose porque el dolor que había atravesado no se tradujera en venganza, rencor ni resentimiento.
Quienes sí conocieron a mi padre destacan su pasión por el trabajo, la familia y los amigos. El deber y la responsabilidad jamás limitaron su sentido del humor; tampoco tenía pruritos en demostrar su cariño delante de los demás. La religión, en él, siempre fue una obligación, nunca una convicción.
El trabajo nunca fue lo suyo. La rutina, tampoco. Dormía hasta cualquier hora y se bañaba por azar. Aun así, todos en la vecindad lo queríamos, siempre nos ayudaba a cambiar el cuerito de las canillas o los foquitos quemados. Además, cuando nos veía llegar cargados de cosas, era el primero en ofrecerse a ayudar. Lo vamos a extrañar.
Era un artista, hasta en su manera de mirar. Atento a los detalles, encontraba una obra en cada rincón. Cada sonido, para él, podía ser una canción, y cada oración, el fragmento de algún poema que nadie escribió. Su esfuerzo y dedicación se percibe en cada una de las canciones que dejó.
Mi vecino Manuelito es un ser especial. Cada mañana, a las seis, saca a pasear a ese esperpento que tiene como perro. Toca la batería, o eso dice hacer. Así que, desde las 9 hasta vaya a uno a saber qué hora, el edificio retumba a causa de su hobby. Por las noches, apesta todo el edificio con la preparación de recetas desconocidas que su abuela alguna vez le enseñó. Pese al ruido, los olores y los ladridos de su perrito, Manuelito se hace querer. Siempre está dispuesto a ayudar a los demás.
Al parecer, su esposa lo había abandonado. Y, desde aquel entonces, su vida se había desmoronado. Cada noche, se lo veía en el patio de la vecindad con una botella del vino más barato y una copa sin lavar. Su mirada siempre perdida.
Jamás tocó un microondas. El fuego lento y la paciencia eran, para ella, mi abuela, la clave de toda receta. Siempre nos esperaba asomada en la puerta, con nuestros platos favoritos ya dispuestos en la mesa, y nos miraba atentamente mientras disfrutábamos de cada bocado, con una sonrisa ininterrumpida. Cada sábado, a las 7, debíamos acompañarla a misa. Era el único momento del día en el que permanecía seria y callada. El resto del día hablaba sin parar y cada vez que reía todo a su alrededor temblaba. Las plantas eran otra de sus pasiones. Cuidaba de cada una de ellas como si fueran sus hijos: las regaba, les cantaba y les hablaba como si pudieran escucharla.
Las palabras nunca fueron lo suyo, siempre permanecía callado: desde que llegaba a la oficina, con su traje siempre impecable, hasta que el reloj daba las seis, horario en el que se iba sin emitir sonido alguno. Cuando su frente brillaba de sudor, era a causa de la preocupación que le despertaba que algún número no le cerrara. Sus lápices, con los que hacía cálculos interminables, siempre estaban mordidos. Ahora que se jubiló, nos reprochamos no haber sabido más de él.
te doy 10
Explicación: