10 impuestos del siglo XXI
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En la primera mitad del siglo XX, los gobiernos decidieron empezar a gravar los beneficios de las empresas, para aumentar la recaudación tributaria y financiar las actuaciones propias de un Estado moderno. Entonces lo tuvieron fácil porque las empresas tenían muchas dificultades para trasladarse de un territorio a otro, con lo cual no podían eludir el pago de impuestos o, al menos, reducir la factura marchándose a otro sitio con menor fiscalidad. Con la llegada de la globalización, sin embargo, las compañías pudieron empezar a elegir la ubicación de su sede fiscal en función de sus intereses. Muchas de ellas se trasladaron a territorios con impuestos más bajos, con lo que los países de origen de esas firmas perdieron parte de sus ingresos. El problema se agudizó cuando las grandes tecnológicas, que pueden operar a nivel global desde cualquier ubicación del mundo, también se apuntaron a esa tendencia.
Para afrontar esta situación, que le cuesta tan cara a los gobiernos, 130 países firmaron el pasado 1 de julio un acuerdo promovido por la OCDE destinado a modernizar los impuestos sobre las empresas. Un acuerdo que entrará en vigor en 2023. A partir de ese momento, las grandes compañías con más de 20.000 millones de euros de facturación anual y unos beneficios superiores al 10 % de esa facturación, ya no tributarán donde tengan su sede fiscal. Lo harán en cada país en el que operen en función de su cifra de negocios en dicho territorio. De hecho, en cuanto entre en vigor, la factura fiscal de las grandes tecnológicas se verá incrementada anualmente en cien mil millones de dólares. A lo que habrá que sumar la tributación adicional de otras compañías, como las grandes farmacéuticas o las empresas de lujo.
De esta forma, los gobiernos van a empezar a recuperar una parte de la recaudación tributaria que perdieron con el traslado de las sedes fiscales de las empresas a los países con impuestos menores. Algo realmente importante si se tiene en cuenta que, en España, por ejemplo, las empresas afectadas tributan por cantidades irrisorias en relación con su volumen de negocio en nuestro país. Por ejemplo, veinte de las multinacionales asentadas en España pagaron en 2018, antes de la crisis del covid-19, menos del 5 % de sus beneficios en impuestos. 65 de las 122 multinacionales españolas más grandes tributaron entre el 0 % y el 15 % de sus beneficios. No obstante, al citar esas cifras, conviene matizar que esos bajos niveles se deben, en muchas ocasiones, a todo tipo de deducciones y bonificaciones que se aplican en el Impuesto de Sociedades español. Un impuesto, dicho sea de paso, que tiene un tipo más alto que la media de la Unión Europea.
El acuerdo incluye, además, un segundo pilar: que el tipo impositivo sea, como mínimo, del 15 % de los beneficios empresariales. Con ello, los firmantes pretenden acabar con la competencia fiscal entre países. Este punto, precisamente, es el que ha llevado a economías como Irlanda, Estonia o Hungría a no estampar su firma en el acuerdo. Son economías cuya estrategia de desarrollo pasa por atraer empresas mediante el incentivo de un impuesto más bajo sobre sus beneficios.
Con esta reforma, los gobiernos tendrán más capacidad de gasto, tan necesaria para que la economía y la sociedad puedan adaptarse a las consecuencias de la revolución digital en marcha. El problema, en el caso español, es que eso no va a significar que el ciudadano pague menos impuestos. Incluso con el acuerdo de la OCDE, el Gobierno quiere subir la tributación. De alguna manera habrá que cerrar el enorme déficit presupuestario y reducir los gigantescos niveles de deuda pública. Aunque, todo sea dicho, también habría que recortar, y mucho, el gasto público, en vez de seguir subiéndolo. España no se puede permitir semejante volumen de gasto, ni siquiera recaudando más por impuestos.